Imagine un lugar con una tasa de desempleo que ronda el 1% y que nunca supera el 2%. Un sitio donde la inflación es del 0,5%, el IVA no pasa del 7% y la renta per cápita es de 135.000 euros al año. Un país donde hay más empresas que habitantes, donde fundarlas es sencillo y rápido, sin más trámites administrativos que inscribirlas en un registro mercantil y pagar sus impuestos correspondientes cada ejercicio, unos impuestos que jamás van más allá del 20% de los beneficios. Este nirvana económico existe, y no está tan lejos de España, a apenas un día conduciendo cómodamente por la autopista. Se trata de Liechtenstein, el país más rico del mundo.
La abundancia en la que nadan sus habitantes no se la deben a la naturaleza, que ha sido extremadamente avara con ellos. Liechtenstein se encuentra en el fondo de un valle alpino. Hace frontera con Austria y Suiza, dos países que carecen de acceso al mar, convirtiéndose de este modo en uno de los dos países doblemente bloqueados del mundo (el otro es Uzbekistán). El clima extremado de los Alpes y lo accidentado del terreno no invitan a explotar con provecho la ganadería o la agricultura. Los inviernos son largos y nevosos, los veranos cortos y húmedos. Liechtenstein, un pequeño principado de poco más de 35.000 habitantes lo tenía todo para ser uno de los lugares más pobres y atrasados de la Tierra.
Y así sería sino fuese porque, tanto sus habitantes como el príncipe que los gobierna desde hace siglos, han confiado siempre en las bendiciones del comercio y su prima hermana la libre empresa. Liechtenstein pertenecía en tiempos al Sacro Imperio Romano Germánico y era uno de los rincones más abandonados de Europa. Entonces, allá por el siglo XVII, un noble austriaco compró un minúsculo señorío a orillas del alto Rin. Este señorío, conocido como Schellenberg, recibió el nombre del duque Karl von Liechtenstein, un acaudalado aristócrata que contaba con grandes heredades repartidas por todo el imperio.
Karl recibió el título de Príncipe de manos del Emperador y fundó el Principado de Liechtenstein enfeudándolo al Imperio. Con el correr del tiempo los Liechtenstein fueron perdiendo todas sus posesiones hasta quedarse tan solo con aquel remoto valle encaramado en el corazón de los Alpes. Tras la Primera Guerra Mundial y la derrota sin paliativos del Imperio Austrohúngaro, Johann II, un heredero lejano de aquel Karl von Liechtenstein, decidió separarse de Austria y pactar con los suizos un ventajoso acuerdo de cooperación monetaria y aduanera. Liechtenstein seguiría siendo independiente, pero prescindiría de lo que suele caracterizar a un país: la moneda, el ejército y los puestos fronterizos.
La decisión de Johann fue muy sabia. Su diminuto país carecía de todo y eso le echó en manos de la globalización, que en los años veinte ya existía y era extremadamente activa. Visto que a los Gobiernos de todos los países de Europa suprimieron el secreto bancario de sus ciudadanos, convertidos ya, irremediablemente, en súbditos fiscales, los liechtensteiner se especializaron en la banca y en convertirse en un lugar atractivo para las inversiones. Así se obró el milagro. Liechtenstein no está en la Unión Europea pero no tiene fronteras vigiladas.
Un simple mojón y un cartel con el escudo del Príncipe indican que se entra en el Fürstentum alpino. A partir de ahí el país despliega sus encantos. Aparte de la belleza del paisaje, que en algunas épocas del año alcanza lo sublime, en Liechtenstein todo es lo que parece. Está formado por 11 comunidades (Gemeinde), que se corresponden con los 11 municipios del Principado. Cada una de ellas puede separarse del país cuando lo crea oportuno si el parlamento (Landtag) legisla en contra de los intereses de la comunidad. Por intereses hay que entender eso mismo, intereses. Los liechtensteiner son muy suyos. Como son pocos, ricos y, por lo general, pueblerinos, no están dispuestos a ceder en lo que ellos consideran sagrado.
Lo suyo empieza en la conciencia y termina en los impuestos. Liechtenstein, mayoritariamente católico, es uno de los países más conservadores de Europa, lo que echa por tierra dos mitos muy persistentes: que conservadurismo y progreso económico son incompatibles y que catolicismo es sinónimo de pobreza. En el Principado se verifica todo lo contrario. Liechtenstein triplica la renta per cápita nominal de Alemania y lo hace, además, sin sacrificar comodidades tal y como demuestra su sexto puesto del Índice de Desarrollo Humano de la ONU (España está en el 20). Resumiendo, que la prosperidad puede alcanzar a todos sin que haya que confiscar y redistribuir la riqueza a la fuerza.
Una incorrección política como la de Liechtenstein se ha hecho merecedora de todo tipo de epítetos. Dicen que todo se lo deben a la banca off-shore pero no es del todo cierto. Las empresas off-shore radicadas en el país sólo aportan el 30% del PIB, el resto lo generan sus habitantes fabricando artículos de alto valor añadido y prestando servicios, básicamente de turismo. Aunque parezca chocante, la economía de Liechtenstein vive, básicamente, de la industria. Naturalmente no hay altos hornos, acerías o grandes plantas de ensamblaje de automóviles. Se han especializado en la precisión. De sus empresas salen dispositivos ópticos, maquinaria especializada y, sobre todo, suministros para odontología, campo en el que las firmas del Principado tienen fama mundial. La empresa local es de tamaño pequeño o mediano, aunque el país tiene también su gran multinacional: Hilti, un gigante de la maquinaria de construcción con presencia en 120 países y 20.000 empleados repartidos por el globo, más de la mitad de los que viven en Liechtenstein y cuatro veces los censados en la pequeña Gemeinde de Schaan, de la que procede y donde tiene su sede central.
La riqueza de Liechtenstein es proverbial, pero no menos que la manía de sus habitantes por autogobernarse y no permitir que les vengan a poner normas desde fuera. En el Principado todo se vota. Es quizá el país que más referéndums tenga del mundo. Los hay para todos los gustos, cada vez que un debate sobre cualquier tema agita a la sociedad se convoca un plebiscito para decidir. Así, por ejemplo, se han dado casos realmente sorprendentes como el de 2003, en el que los electores decidieron aumentar los poderes del Príncipe Hans Adam II. Le dieron algo insólito: capacidad de veto sobre las leyes emanadas del parlamento. Esto indica que los liechtensteiner se fían más del monarca que de sus políticos. Lo consideran, por decirlo de algún modo, menos amenazante para sus intereses individuales y comunitarios.
Esta capacidad de la que dispone el Príncipe se puso a prueba hace no mucho, en septiembre de 2011, cuando se celebró un referéndum sobre el aborto. Al final salió que no, que no estaban por la labor de despenalizarlo, pero antes de eso el Príncipe Alois aseguró que no sólo no firmaría la Ley, sino que la vetaría sin pestañear. Por suerte no tuvo la necesidad de hacerlo. Esta consulta llenó los periódicos de medio mundo, aunque, por lo general, no suele ser así. Los habitantes del Principado acuden a las urnas todos los años a refrendar los asuntos más insospechados como, por ejemplo, construir o no una comisaría de policía (dijeron que no 2004), si se dotan de una seguridad social estatalizada (dijeron que no en 1999), si se levanta un nuevo edificio para el parlamento (dijeron que no en 1993) o si se reduce el horario escolar librando a los estudiantes de dar clases los sábados (dijeron que no en 1991). Es normal que haya tanta consulta, con 1.000 firmas basta para poner en marcha un referéndum.
El pequeño principado alpino es, en definitiva, el peor lugar del mundo para ejercer de político. Sólo hay 25 diputados, tan pocos que no necesitan ni hemiciclo para reunirse, con una mesa redonda les basta. El Gobierno es minúsculo: cuatro ministros y un secretario general. La cosa pública es tan poca cosa que el Ejecutivo y el Legislativo al completo se apañan en un pequeño edificio de estilo austrohúngaro en el centro de Vaduz, a pocos metros de la catedral, una antigua iglesia parroquial que Juan Pablo II elevó a sede diocesana en 1997. Con tan poco estómago que mantener pueden permitirse el lujo de disfrutar de los impuestos más bajos de Europa. Ese es el secreto de su éxito, y no, como dicen las malas lenguas, el blanqueo de dinero sucio. El problema es que la verdad es incómoda, y cuando esa verdad tiene aplicación práctica lo es mucho más.