Lo que se debería debatir es por qué no se reduce el gasto público, por qué no se revisan los lobbies.
Esta semana el Tribunal Constitucional ha ocupado las portadas de todos los periódicos. La razón es que ha declarado inconstitucional la amnistía fiscal del año 2012 adoptada por el Partido Popular. Al parecer, el hecho de que se instrumentalizara a través de un decreto-ley es una de las principales causas de inconstitucionalidad porque los decretos-ley no son el instrumento normativo adecuado cuando se trata de cuestiones que afectan “a la esencia del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, alterando sustancialmente el reparto de la carga tributaria a la que deben contribuir la generalidad de los contribuyentes, según los criterios de capacidad económica, igualdad y progresividad”.
Con eso era suficiente, pero el Tribunal Constitucional, crecido como pocas veces, ha expresado su disconformidad con que el gobierno adopte medidas que se aprovechan del fraude fiscal en plena crisis, cualesquiera que sean los fines que guíen al legislador”, ya que siempre “deben respetarse los principios establecidos en orden a conseguir un sistema tributario justo”.
La actitud del gobierno para el Tribunal Constitucional “supone la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos». Este grave error gubernamental, de alguna manera legitima «como una opción válida la conducta de quienes, de forma insolidaria, incumplieron su deber de tributar de acuerdo con su capacidad económica, colocándolos finalmente en una situación más favorable que la de aquellos que cumplieron voluntariamente y en plazo su obligación”. No hay interpretación benevolente del texto entrecomillado.
Las consecuencias económicas de la amnistía fiscal fueron decepcionantes: un ingreso fiscal de mil quinientos millones de euros, un 52% menos de lo esperado. Los amnistiados pagaban un 10% de los capitales aflorados y un 8% de los dividendos empresariales repatriados.
No ha sido la primera (ni creo que sea la última) amnistía fiscal de la democracia. La primera tuvo lugar bajo el gobierno de Suárez, padre de la Transición, y otras dos bajo gobiernos del PSOE, sus protagonistas fueron Francisco Fernández Ordóñez en 1977, Miguel Boyer en 1984 y Carlos Solchaga en 1991. En los tres casos el instrumento jurídico fue una ley, y en los dos últimos casos se trataba de blanquear el capital comprando pagarés o deuda pública.
El objetivo de cualquier amnistía no es que los ricos sean más ricos, sino reducir el déficit del gobierno. Pero el Constitucional considera que no hay excusa válida, cualquiera que sean los fines del legislador estamos ante una abdicación de las funciones del Estado. Y si eso es así, habría que aplicar el mismo criterio para todas las amnistías fiscales desde el 27 de diciembre de 1980, fecha de creación de esta institución que vela por el cumplimiento de nuestra Constitución del 78.
¿Por qué ahora y no antes? Habida cuenta de que no se trata solamente de cuestiones formales sino que cualquier amnistía valida un comportamiento, según ha dictado la sentencia, insolidario, que transgrede la justicia del sistema tributario, se debería haber ampliado retroactivamente la declaración y no tirarle el cubo de agua fría solamente al Partido Popular, sino hacer lo propio también con el PSOE, partido que, curiosamente, presentó la demanda ante el Tribunal Constitucional.
Más allá de esta cuestión, la sentencia tiene gran parte de razón cuando habla de la incapacidad del Estado para asumir su obligación. La diferencia entre la perspectiva del TC y la mía es que yo considero que la primer obligación del gobierno es cumplir con el equilibrio presupuestario y reducir la deuda pública de manera que no se lesione el nivel de vida de las futuras generaciones innecesariamente.
Otro debate es qué significa “innecesariamente”. Para que un gobierno decida mirar al techo para que quienes sacan fuera sus capitales, o llegan a ocultarlos para que no sean gravados, la situación del fisco debe ser muy preocupante. ¿Por qué no se reduce el gasto público? ¿Por qué aumenta el gasto político? ¿Por qué no se revisan los lobbies, partidos políticos, sindicatos, patronales, fundaciones y demás receptores de fondos del Estado para tratar de ajustar ingresos y gastos? ¿Por qué no se reconsidera si el alto gravamen al ahorro está minando la creación de riqueza?
Por descontado, estas preguntas no están sobre la mesa de debate. Lo que está encima del tapete es cuánto daño puede hacer esta sentencia al PP por un “quítate tú para ponerme yo”, para fortalecer al maltrecho PSOE, para darle la oportunidad de Ciudadanos de rascar algún voto, y para alimentar a los troles de Podemos. Todo menos lo relevante.
El ego del Tribunal, después de lo vapuleado que se ve cuando se enfrenta a consultas independentistas, se ha visto reconfortado. El problema es que su cometido debería ser cumplido siempre con la misma contundencia y seriedad, sin necesidad de sentencias que reafirmen su autoestima.