Cada informe PISA es una oportunidad propicia para que los defensores de la educación coactiva estatal reivindiquen una educación pública de calidad apelando al modelo finés, lo que automáticamente se transforma en la querencia de un mayor gasto público en educación o, al menos, en una beligerante oposición a los recortes. Sólo hay un problema: de PISA no se desprende lo que ellos creen que se desprende.
El problema de la educación no es la falta de gasto
Según el propio informe PISA, entre los países desarrollados existe una nula relación entre gasto por alumno y resultados académicos. Gastar más en educación no equivale a mejorar la educación. En el gráfico podemos observar la correlación entre el gasto acumulado por alumno entre los 6 y los 15 años y la puntuación obtenida en PISA 2012: verán que la recta de regresión es casi plana, lo que indica que ambas variables no guardan correspondencia alguna. Como dato ilustrativo: España gasta en educación un 20% más que Corea del Sur, un 42% más que Polonia y un 48% más que Estonia, pero sólo obtiene una puntuación de 484 (posición 33) frente a los 518 de Polonia (posición 14), a los 521 de Estonia (posición 11) y a los 554 de Corea (posición 5).
La razón fundamental de por qué más gasto no proporciona mejores resultados es que, pese a que el imaginario colectivo tiende a pensar que el educativo es un sector muy capital intensivo donde hay que emplear carísimas y punterísimas tecnologías, alrededor del 70% de los desembolsos en educación se corresponden con los salarios de los profesores. Y a menos que haya un buen sistema de selección del profesorado y se dote a éste (o al centro, como luego veremos) de autonomía suficiente para desplegar su valía, aumentar el monto de la nómina o la cantidad de pagas extras no repercute en mejor enseñanza al alumno. E incluso cuando los profesores sí cuentan con suficiente autonomía, es obvio que a partir de cierto nivel salarial, más sueldo no es mejor educación (si corrigiéramos los datos de gasto educativo por la renta per capita de cada país, la correlación seguiría siendo nula).
El mito de Finlandia
Una muestra adicional de que un mayor gasto no solventa otros problemas más de fondo es que la tan modélica Finlandia apenas gastar por alumno un 5% más que España. Si tan excelente es el sistema educativo finés, ¿no deberíamos pensar que quizá las razones de su éxito sean otras distintas al gasto?
Con todo, los éxitos del modelo educativo finés –indudables en comparación con los fracasos del resto de países– han terminado deviniendo un mito para justificar que, como el problema no es que gastemos mucho sino que gastamos mal, lo que toca es gastar mejor, no gastar menos. Sucede, empero, que ambas hipótesis no son incompatibles: el sistema educativo español gasta mucho y gasta mal, de modo que necesitamos gastar mejor y gastar menos.
Pero, como digo, el sistema público finés se ha mitificado inadecuadamente por los lobbies educativos y mediáticos españoles. Al cabo, Finlandia obtiene una puntuación de 519 en PISA, frente a los 484 de España. 35 puntos de diferencia: sorprendente, sí. Pero, ¿qué tal si comparamos la escuela pública finesa con los centros privados y concertados de España? Pues que ahí las diferencias ya se estrechan notablemente: los centros privados y concertados puntúan 510,1 frente a los 517,9 de la pública finesa: 7,8 puntos de diferencia, menos de una cuarta parte.
Desde luego, la réplica inmediata a esta comparativa es que las muestras de alumnos no son homogéneas: los estudiantes de centros privados suelen proceder de un ambiente económico, social y cultural superior al de los centros públicos, de modo que es normal que puntúen más alto. Pero, ¿acaso el finés medio no posee un nivel económico, social y cultural superior al español medio? ¿Es necesario recordar que la renta per cápita de Finlandia es un 62% más elevada que la española? Dado que el 32% de los estudiantes españoles están escolarizados en un centro privado o concertado, ¿podemos asumir que el nivel económico, social y cultural del finés medio es inferior al nivel medio de ese 32% de españoles que llevan a sus hijos a un centro privado o concertado?
Basta con acudir a los resultados que ofrece PISA corregidos internacionalmente por la situación económico-social-cultural: en tal caso, la escuela pública finesa logra 508 puntos frente a los 498,5 de la privada y concertada española. No está mal, pero desde luego ninguna gesta diferencial como para que estemos todo el día flagelándonos pensando en las maravillas del modelo finés.
Recomponiendo el puzle: no existe educación realmente privada
Por lo visto hasta el momento, la clave del éxito de la educación no está en el gasto, pero tampoco parece residir en la titularidad de los centros, como evidencia que los centros públicos de Finlandia son algo mejores que los centros privados españoles. El caso encaja con el conjunto de la evidencia expuesta por PISA 2012: aunque en el global de países analizados los centros de titularidad privada (corregidos los antecedentes económicos del alumno) puntúen mejor que los públicos, no se trata de una correlación demasiado fuerte. ¿Dónde está, pues, la clave del éxito?
El informe nos da ciertas pautas. Primero, en la OCDE, sólo un 10% de la variabilidad de los resultados en PISA se explican por diferencias entre sistemas educativos: el 36% se debe a diferencias entre centros y el 54% a diferencias entre alumnos. Por consiguiente, los distintos “modelos” educativos son relativamente menos importantes que las características del alumno y que la organización de cada escuela. Segundo, PISA constata que un mayor grado de autonomía de cada escuela a la hora de diseñar el currículum y de organizar el centro contribuye positivamente a los resultados. Tercero, y acaso de manera paradójica con el anterior, la competencia entre centros no juega absolutamente ningún papel en mejorar los resultados.
¿Cómo es posible que la diversidad curricular sea buena y la competencia entre centros, que estimula esa diversidad curricular, no lo sea? Básicamente porque la competencia educativa que realmente marca la diferencia no es la de que dos centros cortados por el mismo patrón se peleen por captar un número limitado de alumnos: la competencia relevante es la que permite la autoorganización y autorregulación de cada centro, esto es, su autonomía para proponer planes de estudio y modalidades de enseñanza radicalmente distintas a las de otros centros, compitiendo con ellos en ese campo. Por desgracia, ese grado de autonomía no lo encontramos en ningún país del mundo, de ahí que la competencia no cuente para nada. En cambio, la escasa autonomía con que algunos Estados dotan a los centros sí sirven para mejorar marginalmente el rendimiento de los alumnos porque, en efecto, lo que cuenta es diferenciarse experimentalmente.
Conclusión
Aunque en España existen buenas razones para preferir una titularidad privada de los centros educativos antes que una titularidad estatal –básicamente, los resultados de los privados son mejores y su coste, según INE y Eurostat, es la mitad que el estatal–, ésa es una cuestión realmente secundaria. Cuando se trata de elegir entre centros estatales y centros privados encorsetados por la planificación estatal de la educación, lo único que estamos eligiendo es, primero, el nivel salarial de los profesores (en la privada cobran menos que en la pública) y, segundo, quién vaya a ser el gestor encargado de administrar el centro de enseñanza (un funcionario o un capitalista rentista encargado de reproducir las directrices que le marca el legislador). Nada más.
La diferencia es, pues, escasa y no debería extrañarnos que en algunos países los centros públicos puntúen mejor que los privados (ahora se ha puesto de moda hablar del fracaso del modelo de cheques suecos, cuando el 85% de alumnos sigue yendo a la pública y cuando los centros suecos tienen, según PISA, una escasísima autonomía). La cuestión de fondo, empero, es por qué el Estado tiene que imponernos un modelo educativo a todos los estudiantes; por qué cada escuela privada no puede experimentar descentralizadamente con el suyo y dedicarse no a gestionar las directrices educativas de los políticos, sino a innovar y revolucionar el modelo de educación decimonónico que todavía padecemos. He ahí la competencia realmente útil: aquella dirigida a ofrecer el mejor servicio al menor coste al estudiante, no la competencia en la que todos hacen exactamente lo mismo.
Por eso hoy no existe mercado educativo libre ni siquiera allí donde el centro es de titularidad privada: porque es la legislación estatal la que en última instancia determina cuál es el producto educativo ofrecido y cuáles son las condiciones en las que se ofrece. Ésa es la verdadera privatización que necesitamos, no un mero traspaso de la gestión a empresarios maniatados.