Nicolás Maduro sabe que perderá las elecciones del 6 de diciembre. El desastre es demasiado intenso. Lo dicen todas las encuestas.
Nicolás Maduro sabe que perderá las elecciones del 6 de diciembre. El desastre es demasiado intenso. Lo dicen todas las encuestas. El 90% de los venezolanos quiere un cambio. El 80% culpa a Maduro. El 70% está decidido a votar contra ese gobierno meticulosamente incompetente.
Los venezolanos están cansados de hacer colas para comprar leche, papel higiénico, cualquier cosa. Les horroriza la inflación. Todo es más caro cada día que pasa. El salario de un mes se consume en una semana. Les asquea la corrupción. Saben o intuyen que la cúpula chavista es una asociación de maleantes en la que no faltan los narcotraficantes, todos coludidos para saquear el país. A falta de harina, la violencia es la arepa de cada día. Caracas es una de las ciudades más peligrosas del mundo. Y de las más sucias. (La cubanización también es eso: escombros y aguas negras regadas sobre un gastado pavimento lleno de agujeros).
Pero Maduro obedece ciegamente un axioma castrista: «La revolución no se entrega nunca». La revolución es una construcción verbal que, en realidad, quiere decir el poder. El poder es lo que no se entrega nunca. La revolución es una cosa plástica que se transforma para no perder el poder. La construcción verbal tiene otros componentes retóricos: pueblo, justicia social, antiimperialismo, pobres oprimidos, ricos codiciosos, multinacionales explotadoras, el enemigo yanqui. Son cientos de expresiones con las que se arma el relato.
Hasta 1998, según los Castro, se llegaba al poder a tiros y se declaraba la revolución. Ese era el dogma. Es lo que ellos habían hecho. A fines de ese año, Hugo Chávez ganó unas elecciones y alcanzó el poder por otros medios, pero con los mismos fines. Fidel, a regañadientes, aceptó el cambio de método, pero aclarando que el poder no se cede nunca.
Aceptaba que el chavismo desmontara en cámara lenta el andamiaje de la democracia liberal y liquidara las zarandajas de los tres poderes y la libertad de prensa y asociación, pero dejando muy claro que la revolución, es decir el poder, nunca era negociable. La alternancia era una ridícula práctica republicana de los blandengues burgueses. Esa opción no cabía en un modelo genuinamente testiculado y revolucionario.
¿Qué va a hacer Maduro ante la derrota electoral que predicen las encuestas y su decisión de no abandonar el poder jamás, impuesta por Cuba, pero entusiastamente asumida por él y por la cúpula chavista?
Maduro tiene un plan A y un plan B.
El A es tratar de ganar las elecciones o aceptar que pierde por una mínima cantidad. ¿Cómo lo perpetra? Encarcelando o prohibiendo participar a líderes opositores que pueden arrastrar a muchos compatriotas a las urnas. Ese es el caso, entre otros, de Leopoldo López y María Corina Machado. Manipulando las máquinas de votar. Generando cédulas falsas. Dibujando los distritos para favorecer a los suyos. Abusando de los medios de comunicación 100 a 1. Obstaculizando de mil maneras el voto de los opositores.
El propósito del gobierno es desalentar a los demócratas para que no voten. Calculan que con la suma de todas esas trampas pueden ganar o perder por poco margen. Y si pierden compran a cualquier precio un puñado de diputados deshonestos y continúan con el poder fuertemente sujeto por la entrepierna.
¿Y si falla el plan A? El plan B se pondría en marcha si es tal la avalancha de votos que no hay manera de ocultar una derrota contundente. Fue lo que le sucedió a Jaruzelski en Polonia en el verano de 1989. Utilizó todas las ventajas del poder para aplastar a Solidaridad en unas elecciones parciales limitadas al senado, pero Walesa y su tribu democrática obtuvieron el 95% de los votos y casi todos los escaños. El régimen comunista se desplomó ante la evidencia del rechazo generalizado.
Maduro ha tenido la cortesía de anunciar su Plan B. Si pierde utilizará las prerrogativas de la ley habilitante para demoler las pocas instituciones de la república que quedan en pie. En ese caso, gobernaría revolucionariamente con «el pueblo y el ejército» mediante una junta cívico-militar. A esa infamia la llaman «profundizar la revolución». ¿Entregar el poder? Ni soñarlo. Crearían una satrapía monda y lironda, colectivista y brutal, ya sin disfraces burgueses.
¿Qué deben hacer los venezolanos? Lo que hicieron los polacos. Salir a votar masivamente. Enterrar esa inmundicia bajo una montaña de votos y pelear sufragio a sufragio y mesa por mesa, sin miedo y sin desmayo.
El plan A es peor que el B. El A continúa una farsa agónica que inevitablemente conduce a una muerte lenta y dolorosa. El B tiene la ventaja de que desnuda sin pudor el carácter totalitario de esa dictadura y pone fin a la trucada historia de la revolución de los oprimidos. Se les acaba el relato.
Hay muchos venezolanos, chavistas y no chavistas, militares y civiles, que acaso no van a permanecer impasibles mientras Maduro y sus amos de La Habana tuercen la voluntad popular y les imponen un yugo permanente.Hay que jugárselo todo el 6 de diciembre. Tal vez la vida misma.