Lo inteligente no es erigir muros contra los latinos y cerrarles las puertas, sino tender puentes, abrirles las casas de estudio.
Llegué a Panamá a los pocos días de la invasión norteamericana de diciembre de 1989. Mayín Correa, quien luego sería la popularísima alcaldesa de la capital, me había conseguido una entrevista con el general Marc Cisneros, jefe de las fuerzas estadounidenses. Quería saber cómo había logrado vencer prácticamente sin lucha a los feroces partidarios de la dictadura.
No tuve tiempo de prepararme, así que comencé por preguntarle cuándo había llegado a Estados Unidos, o si ya había nacido en territorio americano. Me miró con la educada paciencia de quien está acostumbrado a periodistas impertinentes que no han hecho su tarea con esmero.
–Yo no llegué a Estados Unidos. Estados Unidos llegó a mi familia. Nosotros estábamos antes en ese territorio. Llegamos ahí cuando era España. Estábamos ahí cuando era México. Seguíamos ahí cuando surgió Texas y poco después cuando se transformó en Estados Unidos. Yo soy la décima o undécima generación establecida en el oeste de la nación.
Los países son elásticos. Crecen o se reducen. Lentamente, pero sucede. España en algún momento incluía Portugal o el Rosellón. En otro perdió esos territorios, como después le sucedió con Filipinas, Cuba o Puerto Rico. Alsacia y Lorena han sido francesas, alemanas y francesas nuevamente. Chile creció 120.000 kilómetros a costa de Bolivia, pero en los mismos años se encogió 750.000, entregándole a Argentina una buena parte de su geografía en la Patagonia. No hay ninguna nación del planeta que en el 2017 posea el mismo contorno de hace 180 años.
Unas veces los cambios son inducidos por los poderes políticos o por las guerras, pero otras son la consecuencia de la demografía. La frontera entre Estados Unidos y México tiene una extensión de más de tres mil kilómetros. Todos los años más de 50 millones de personas cruzan legalmente en una u otra dirección. En México hay un millón de estadounidenses, muchos de ellos jubilados, y en Estados Unidos viven treinta y cinco millones de mexicano-americanos, casi todos llegados en las últimas décadas o hijos o nietos de esos inmigrantes.
Muchos norteamericanos, influidos por injustos estereotipos presentes en todas las latitudes, viven secretamente molestos por la presencia en el país de millones de personas que hablan español, tienen y exhiben valores y actitudes diferentes a los presentes en el mainstream, son fundamentalmente distintos y poseen, según ellos, un IQ menor que los blancos.
Otros estadounidenses, en cambio, más realistas y, en general, mejor educados, comprenden que es imposible ignorar la presencia de los latinos, aunque sólo sea porque son más de 600 millones en el Nuevo Mundo, y celebran la diversidad étnica como una virtud social apreciable o, al menos, como un destino inevitable.
Al fin y a la postre, estos estadounidenses ilustrados conocen las tendencias demográficas del país y saben que a mediados del siglo XXI serán 100 millones, pero en el 2117, a una escasa centuria, dadas las diferencias en la tasa de fecundidad, ya habrá tantos hispanos como anglos en Estados Unidos.
Esa circunstancia, lógicamente, tendrá consecuencias sociales. No todos las grupos generan los mismos resultados. Eso se puede observar en el mosaico étnico de Estados Unidos. La segunda generación de inmigrantes hindúes, libaneses, judíos, griegos, armenios, japoneses, coreanos y chinos obtienen mayores ingresos y más altos niveles de escolaridad que la media blanca norteamericana.
Ello debería precipitar a la sociedad estadounidense a volcarse en la educación e integración de los hispanos. Lejos de regatear la estancia en el país a los dreamers o soñadores, nada menos que 800.000 latinos traídos por sus padres clandestinamente a Estados Unidos cuando eran niños, muchos de ellos estudiantes universitarios culturalmente estadounidenses, incluso sin lazos emocionales o lingüísticos con sus países de origen, lo sensato sería tenderles puentes y estimularlos para que permanezcan en el país.
Uno de los argumentos esgrimidos en los debates parlamentarios de Washington contra la inmigración asiática, hace casi 100 años, era que esas personas tenían una mínima capacidad intelectual. Hoy se les atribuye un IQ superior a la media blanca y es abrumadora su presencia en las facultades científicas de las mejores universidades de la nación.
Es evidente que los Estados Unidos, la primera potencia del planeta en nuestro tiempo, posee síntomas clarísimos de grandeza –no tiene que recuperar lo que todavía no ha perdido–, pero si la Casa Blanca quiere preservarlos, lo inteligente no es erigir muros contra los latinos y cerrarles las puertas, sino tender puentes, abrirles las casas de estudio y alentarlos a desempeñar un brillante papel en el país para beneficio de todos.