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Los orígenes de la crisis

Publicado en Libertad Digital

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Después del 11 de Septiembre, la Reserva Federal de EEUU comenzó a inflar la oferta crediticia para tratar de impedir una crisis económica. Los bajos tipos de interés, que llegaron a situarse en el 1% durante 2003, favorecieron que los bancos comerciales y otros agentes financieros tuvieran tanto numerario como para prestar incluso a individuos de escasa reputación y solvencia (subprime).

El proceso por el que se prestaba este dinero violaba los principios tradicionales de la gestión bancaria. Los bancos invertían en activos a largo plazo (créditos hipotecarios) los fondos que recibían en forma de deuda a corto (depósitos a la vista), con la esperanza de atender estas obligaciones a corto plazo reendeudándose en los mercados monetarios interbancarios.

La consecuencia fue una expansión brutal del crédito que, al filtrarse al mercado inmobiliario, generó un boom que se realimentaba: el crédito elevaba la demanda y los precios de la vivienda, estos precios más elevados permitían unas hipotecas más altas y una perspectiva de rentabilidad mayor, lo que a su vez se traducía en una mayor afluencia de crédito a este sector y, de nuevo, en precios más elevados. Durante esta orgía crediticia no se respetaron ni los procedimientos ni los protocolos de concesión de crédito: había tanta liquidez que se estaba dispuesto a comprar casi cualquier activo, por muy especulativo que fuera.

Sin embargo, con las subidas de tipos a partir de 2004 para tratar de detener la inflación y las nuevas burbujas de precios en la bolsa y la vivienda, numerosos prestatarios empezaron a experimentar dificultades para afrontar el repago de sus préstamos. A principios de 2007 esta situación se volvió crítica y comenzaron a encadenarse una serie de impagos masivos (defaults) en los préstamos subprime.

Estos defaults hundieron el valor de todos los créditos hipotecarios correspondientes, que se encontraban en el activo de los bancos o bien en el de otros instrumentos financieros estructurados (por ejemplo, las populares "obligaciones colateralizadas por deuda"). Dado que los bancos tenían que atender sus deudas a corto (entre ellas los depósitos, pero también la renovación del papel comercial) y que una parte sustancial de sus ingresos (pago de las cuotas hipotecarias) había desaparecido, se generó una crisis de liquidez. Además, tampoco podían liquidar sus activos subprime para captar fondos, ya que, como hemos visto, su valor se había hundido.

Fue en estos momentos cuando el Libor, el Euribor y en general todos los tipos de interés de los mercados monetarios se dispararon: los bancos afectados por la subprime necesitaban liquidez adicional (incremento de la demanda de fondos), y el resto no estaba dispuesto a proporcionársela, ante el temor de que no fueran capaces de devolverla (restricción de la oferta de fondos).

Se abría de este modo el temor a un pánico bancario, es decir, a que los depositantes acudieran en masa a retirar su dinero de los bancos y éstos no pudieran devolvérselo. En buena medida fue lo que sucedió con el británico Northern Rock, pese a toda la ayuda pública que recibió.

Los Bancos Centrales, en este punto, creyeron conveniente proceder con inyecciones masivas de liquidez para contener los tipos, y en buena medida lo han conseguido. Sin embargo, se trata de una medida abocada al fracaso: desde que comenzaron con esta masiva monetización de la deuda de mala calidad, el precio de casi todas las materias primas se ha elevado alrededor de un 20%.

El motivo es evidente. En la medida en que el dólar y el euro siguen perdiendo valor, los inversores huyen hacia valores "seguros". La vivienda ya no puede actuar como refugio, y la bolsa está demasiado sometida a una coyuntura incierta. El único recurso son las materias primas, como el oro, el petróleo, la plata o, en menor medida, los cereales.

Esta elevación de los precios de las materias primas, que ya se está percibiendo incluso en la economía doméstica (véanse las frenéticas subidas del IPC de los últimos meses), da lugar a nuevos riesgos. Por un lado, la renta disponible de las familias disminuye, con lo que su capacidad de repago de las hipotecas (incluso de las que no son subprime) también cae. Por otro, los costes de las empresas con productos más prescindibles aumentan sin que aquéllas puedan repercutirlo en los precios; es decir, que sus márgenes de beneficios se estrechan.

Muchas de estas empresas habían acometido importantes inversiones durante los últimos tiempos (una de las más populares fue la recompra apalancada de acciones) con cargo al endeudamiento, tanto bancario como vía emisión de bonos. El default en este mercado situaría a los bancos y a otros inversores en una situación aún más grave que la del pasado mes de agosto.

Pero ni la Fed ni el BCE pueden dar marcha atrás en sus inyecciones de liquidez sin que los tipos en el mercado monetario vuelvan a dispararse: los bancos siguen desconfiando unos de otros, ya que todos coinciden en que las pérdidas por las subprime aún no están plenamente reconocidas ni provisionadas.

A menos que todos los implicados estén dispuestos a asumir como propias las pérdidas de sus excesos y los Bancos Centrales detengan su política inflacionista de expansión del crédito, el dinero fiduciario e inconvertible va camino del repudio total. El dólar no podrá resistir un envilecimiento mayor: los países del Golfo Pérsico y China ya se están planteando disminuir sus reservas de dólares, ante su rampante pérdida de poder adquisitivo. Si ello sucediera, la inflación y los tipos de interés en EEUU se dispararían.

España no está exenta de todos estos peligros. En la medida en que los precios de las materias primas y los tipos de interés repunten, podemos comenzar a ver incrementos preocupantes en la morosidad de las hipotecas y de las empresas (en un año, los impagos de empresas se han incrementado un 11,4%, y Euler Hermes espera un incremento del 50% para 2008), lo que reproduciría la crisis vivida en julio y agosto en EEUU, con la diferencia de que en nuestro país no tenemos los activos diferenciados entre primes y subprimes.

Los problemas inherentes al dinero fiduciario de curso forzoso no tienen remedio. Si queremos evitar crisis como la que se avecina, la única solución pasa por un giro de 180 grados en el sistema monetario internacional: en lugar de estar basado en las emisiones monopolísticas de los Bancos Centrales, ha de dar cabida a la competencia entre divisas privadas, emitidas por los bancos comerciales.

De este modo regresaríamos, muy probablemente y de manera espontánea, a un patrón oro internacional, que pondría coto a las expansiones crediticias insostenibles y a las malas inversiones generalizadas. Pero para ello la profesión económica debe reconocer su responsabilidad intelectual por haber dado apoyo a casi un siglo de doctrinas nefastas y anticientíficas, ya sea por pura ignorancia o por pura alianza con el establishment político, y regresar a principios monetarios liberales. En caso contrario, los políticos, al estilo de los monarcas absolutistas, seguirán reteniendo el poder de envilecer la moneda con el respaldo de teorías económicas caducas.

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