Seis años después de que estallara la crisis, “los culpables” andan sueltos con absoluta impunidad, motivo que ha conducido al justiciero Obama a tratar de enchironarlos. No se han filtrado detalles, pues en esto pesa más la forma que el fondo, pero todo apunta a una ofensiva contra Wall Street: es decir, contra los bancos comerciales que financiaron el desaguisado de la burbuja crediticia, contra los bancos de inversión que colocaron la basura de los anteriores por todo el mundo, contra las agencias de calificación que vistieron a la mona de seda o contra las aseguradoras financieras que asumieron una mayor exposición a los riesgos crediticios de lo que podían soportar.
Desde luego, todos ellos son culpables de inflar la oferta de crédito muy por encima de los niveles de ahorro que había detrás de ese crédito: a saber, todos ellos son culpables de abaratar artificialmente el crédito para inducir a familias y empresas a demandar más préstamos de los que habrían demandado a un coste financiero más alto y más realista. Sucede, sin embargo, que los mismos motivos que empleamos para cargar contra los oferentes de crédito también podríamos usarlos para reputar culpables a los imprudentes demandantes de crédito, es decir, a las familias y empresas que se aprovecharon del clima de tipos de interés artificialmente bajos para adelantar su consumo futuro o para sobredimensionar la escala de sus operaciones. ¿Los perseguirá a todos ellos Obama o se concentrará en un par de chivos expiatorios que le permitan hacer como que hace?
Y es que, al final, todos aquellos que, de buena o de mala fe, se sumergieron en la orgía crediticia son responsables del desaguisado derivado de lo misma. Por supuesto, esto no significa ni que todos hayan cometido actividades delictivas ni que nadie lo haya hecho. Es evidente que la burbuja de crédito barato ha convivido con fraudes, engaños, estafas y desfalcos varios, por todo lo cual sus brazos ejecutores deberían ser perseguidos. Pero sí significa que la inmensa mayoría de las actividades que contribuyeron a alimentar y disparatar la burbuja de crédito barato no tuvieron nada de delictivas y que, por consiguiente, si queremos ir más allá de un simple ajuste de cuentas extemporáneo y evitar que se repitan episodios tan devastadores como los que estamos sufriendo, habrá que buscar sus causas y sus culpables últimos; es decir, aquellos que ponen los medios para que los bancos privados ofrezcan demasiado crédito demasiado barato.
Los privilegios estatales de la banca
La banca privada –como cualquier otro agente económico– es una industria que tiene fortísimos incentivos a endeudarse a corto plazo y prestar a largo plazo. Los tipos de interés que se abonan por la deuda a corto son generalmente mucho más reducidos que los de la deuda a largo, lo que posibilita efectuar un cierto arbitraje entre ambos. Si el banco concede una hipoteca a 30 años a un tipo fijo del 6% financiándola con un depósito a tres meses (o con un repo a un día) por el que paga un tipo anualizado del 1%, las ganancias son más que evidentes y atractivas. Además, el trasvase de capital desde el corto al largo plazo permite reducir los tipos a largo plazo, permitiendo que se endeude una nueva hornada de potenciales clientes satisfechos con las más laxas condiciones de financiación.
Como digo, la tentación de arbitrar tipos de interés de distinto plazo no es un vicio exclusivo de la banca: cualquier empresa privada –o cualquier familia– estaría deseosa de financiarse a corto plazo con tal de minorar su coste financiero. La diferencia entre las familias y las empresas, por un lado, y la banca, por otro, es que las primeras caerían pronto en suspensión de pagos si optaran por hiperapalancarse a corto plazo. Pero la banca no: pese a que sus fuentes de financiación son depósitos a la vista o a corto plazo, repos o bonos de escasa duración y pese a que sus activos están repletos de activos a largo plazo, la muy maldita no termina de suspender pagos. ¿Cómo es posible? ¿Acaso ha sido bendecida la banca con una habilidad sobrenatural para gestionar su liquidez con la que no cuentan ni familias ni empresas?
No, el asunto es bastante más sencillo: los bancos han ido acumulando, año tras año, crisis tras crisis, una montaña de privilegios concedidos por el Estado, y es esa montaña de privilegios la que les concede margen de maniobra para su exuberancia crediticia. Por un lado, los pasivos a la vista de la banca (depósitos a la vista) cuentan con el aval implícito del Tesoro, lo que incentiva a los acreedores del banco (depositantes) a que se despreocupen por entero de su liquidez y de su solvencia: ¿para qué exigir el repago de los depósitos si, en cualquier caso, el contribuyente terminará apoquinando? Por otro, aun cuando los depositantes acudieran en masa a retirar sus fondos del banco, éste podría dirigirse al banco central de turno para solicitar una refinanciación, en cuyo caso lograría evitar nuevamente la suspensión de pagos; pues, para más inri, el banco central ya no se ve forzado a pagar sus deudas en oro y, por tanto, posee un margen infinito para refinanciar a cualquier deudor. ¿Hay alguna otra industria cuyos pasivos se vean protegidos contra la insolvencia y la iliquidez por las autoridades estatales? No: de ahí que la banca ostente una posición privilegiada (gracias al Estado) dentro del entramado financiero actual que le permite expandir y abaratar tanto el crédito como sus demandantes solventes se lo requieran. La financiación familiar y empresarial deja de estar limitada por la disponibilidad de capital y pasa a estarlo sólo por la calenturienta imaginación faraónica del banquero de turno.
El problema, por consiguiente, reside en que el Estado ha abortado todos los mecanismos con los que sí contaría el mercado para poner coto a la imprudencia financiera de los agentes económicos: las corridas bancarias y el riesgo cierto de suspender pagos. Es más, el Estado incluso ha promovido esa masiva imprudencia financiera cuando le ha convenido políticamente, empujando al banco central a bajar los tipos de interés del mercado interbancario con el objetivo de inducir una nueva burbuja de crédito: por ejemplo en 2001 (cuando la Fed, primero, y el BCE, después, colocar sus tasas de interveción en mínimos históricos) o por ejemplo ahora mismo con los reiterados Quantitative Easings. ¿O cuál creen que es el propósito de esas flexibilizaciones cuantitativas salvo la de inducir un abaratamiento del coste de financiación de la economía estadounidense y facilitar así una nueva ronda de endeudamiento y de pelotazos crediticios?
Si Obama quiere perseguir a los culpables de la crisis, lo tiene muy sencillo: puede comenzar por cerrar la Reserva Federal y el FDIC, por colocar entre rejas a sus presidentes pasados y presentes tras inhabilitarles para el ejercicio de cargos públicos y privados, y por no rescatar a los bancos privados que incurran en prácticas financieras imprudentes (todos). Si no lo hace, si en lugar de ello sigue mareando la perdiz y desenfocando la naturaleza de los auténticos problemas de fondo, si reduce todos los desequilibrios a una mera cuestión de malas aptitudes personales por parte de unos equipos gestores demasiado codiciosos en lugar de a una pésima e inflacionista configuración de todo el entramado sistema financiero, acaso sea porque él es en estos momentos el principal cómplice de unos verdaderos culpables que no desean ser descubiertos. Cortina de humo, se llama.