Abogar por una política sensata, permitiendo que el libre mercado depure los excesos del pasado vía recesión y reajuste de precios relativos con el fin de liquidar las malas inversiones fomentadas por el crédito fácil, o bien abogar por una intervención masiva a base de rescates financieros y falsos estímulos económicos. El resultado de una u otra pintan un escenario muy distinto: una recesión en V o una japoneización en forma de L.
Hasta el momento, Obama se ha decantado por esta segunda opción. Y sus efectos comienzan a materializarse de modo dramático en las cuentas públicas de Estados Unidos. Tras revisar al alza sus previsiones iniciales, el Gobierno estima que el déficit fiscal rozará el 13% del PIB en el presente ejercicio. Un desequilibrio sustancial que será financiado a través de la emisión de más deuda pública.
El problema consiste en que los inversores comienzan a desconfiar de los bonos del Tesoro. En las últimas semanas, los acontecimientos se han precipitado. La agencia de calificación Moody´s estudia seriamente rebajar la calidad crediticia (rating) de la deuda pública estadounidense. China, y ahora también Japón, principales acreedores del Gobierno de Estados Unidos, ya han manifestado claramente que no están dispuestos a financiar tal despropósito de forma indefinida.
De hecho, el régimen de Beijing está reduciendo su compra de bonos nominados en dólares y advierte del riesgo de inflación, en una estrategia muy similar a la que en estos momentos está poniendo en práctica Rusia. El Banco Central de Moscú ha comenzado a diversificar sus reservas y ha reducido de forma sustancial su tenencia de dólares hasta el 41,5% frente al 49% de principios de 2007. ¿Casualidad? Ambas potencias dejaron bien claro a Washington que el actual sistema monetario debe ser reformado. El dólar ha de ser sustituido como divisa de referencia internacional
La emisión del billete verde carece de respaldo real desde que el ex presidente Richard Nixon eliminó el último atisbo del patrón oro en 1971. Desde entonces, gracias al monopolio monetario, la Administración de Estados Unidos ha podido embarcarse en una política de gasto público desenfrenado gracias a la capacidad de imprimir billetes y, con ello, generar inflación.
Sin embargo, China y Rusia han puesto las cartas encima de la mesa y abogan ya sin miramientos por reformar el sistema monetario vigente. No obstante, los bancos centrales de medio mundo están acumulando reservas de oro ante la desconfianza que, hoy por hoy, genera el dólar. De hecho, el propio Obama reconoce que el déficit es "insostenible" a largo plazo y que Estados Unidos ya no puede depender del crédito chino para financiar su abultada deuda pública.
Y todo ello, en un momento clave de crisis financiera y económica. Si Obama continúa por esta senda suicida, lo que hoy son amenazas podrían llegar a convertirse en realidad. Al carecer de respaldo real, el valor del dólar depende en última instancia de la capacidad del Tesoro para colocar sus bonos y refinanciar su abultado endeudamiento. Sin embargo, los acreedores de Estados Unidos advierten seriamente de que podrían cortar el grifo del crédito que abastece a Washington. En tal caso, y siempre y cuando su economía no se recupere antes con intensidad y solidez, el colapso del dólar dejará de ser una utopía y pasará a convertirse en una auténtica pesadilla. Y es que el peor de los mundos no es la temida deflación, sino una recesión inflacionaria.
Dicha posibilidad existe. Ya aconteció en el pasado, con la suspensión de pagos encubierta por Nixon bajo la derogación del patrón oro, y podría volver a suceder. Tanto Bernanke, presidente de la Reserva Federal, como el propio Gobierno estadounidense son conscientes de dicho riesgo. Lo triste es que, en lugar de recortar drásticamente el gasto público, han escogido la huida hacia delante animados por destacados economistas.
Buscan conscientemente devaluar la moneda vía inflación para deshacerse de la pesada carga de la deuda. Lo consigan o no, y más allá de que se trata de una salida inmoral e injusta –incumplir sus compromisos–, lo realmente grave es que una política inflacionaria e, incluso, hiperinflacionaria, se traduce en un drástico empobrecimiento de la sociedad en su conjunto. El Gobierno impone la miseria a los ciudadanos responsables –ahorradores y precavidos– con el fin de salvar a los morosos: empresas en quiebra y la propia Administración. ¡Bravo!