La situación podría volver a repetirse. Un diario nórdico, este sueco, publicó el pasado julio una viñeta en la que se caricaturizaba a Mahoma como un perro.
El mal gusto del dibujo es más que evidente. Además las creencias religiosas tienen una impronta vital enorme para quienes las hacen suyas. Es lógico si la fe le lleva a lo trascendente, a lo que va más allá incluso de la propia persona. Si, como es el caso, se identifica a Dios como el creador de todas las cosas. Quien insulta unos sentimientos tan íntimos y tan poderosos es revelador de su calidad humana.
Nuestra cultura es, déjeme recordar el tópico, cierto aquí, de raigambre clásica y judeocristiana. De ambas fuentes hemos destilado algunas ideas que consideramos obvias pero que para otras culturas no lo son en absoluto. La creencia judía de que estamos hechos a semejanza de Dios explica la repugnancia al castigo físico y la tortura. El cristianismo introdujo la revolucionaria idea de que todos somos iguales ante el juicio moral de Dios, lo que ha dado lugar a la idea de la igual dignidad de la persona independientemente de su condición. El humanismo clásico ha servido de contrapeso a un teocentrismo excesivo. Uno a uno, estos elementos más otras circunstancias históricas han favorecido el alumbramiento de sociedades libres y complejas, que mantienen su ser pese a cada vez más le estamos dando la espalda a la propia cultura.
La cuestión es, aquí, que el cristianismo ha alentado esa sociedad abierta que lleva sus propios símbolos a las cloacas de la cultura. No se entienda como una crítica, sino todo lo contrario. No soy un experto en las culturas musulmanas, pero hay rasgos demasiado marcados como para que se le escapen al observador atento. Y uno de ellos es que no ha dado lugar a esa complejidad, a esa tolerancia que lleve a extremos indeseables, como el de esta viñeta, sin el peligro de que la llama del odio vuelva a prenderse. Hay enfrentamientos entre distintas formas de entender el mensaje de Mahoma, pero no han forzado el compromiso de tener que tolerarse, aunque sea a desgana; un paso que nosotros comenzamos a dar hace ya muchos siglos. A ellos les quedan unos cuantos, parece, para la tolerancia.