Una cosa es utilizar las grietas del poder para obtener información y otra servir a los intereses del poder.
Ha caído Cristina Cifuentes. Hoy sabemos que era un zombi, que acarreaba la muerte para la vida política nada más iniciada. Ha sido un final vergonzoso; no tanto como para merecer el capítulo de una novela. Yo confesaré que estas pequeñas debilidades, la de una persona que fantasea que va a abandonar un pequeño vicio, la de otra que, como Cristina Cifuentes, no puede sustraerse a la tentación de un pequeño robo, o la de quien compra libros que reposarán acumulando tiempo sin compartir su relato, me producen más ternura que otra cosa. El robo, es cierto, supone una invasión de otra persona, de lo que le pertenece a otro; no es un vicio estrictamente privado. Pero esa debilidad, no el acto en sí, lo que despierta mi comprensión.
Pero no es eso lo único que he sentido al ver todo lo ocurrido en el caso en torno a Cifuentes. El sentimiento predominante es el del miedo. El miedo y la repugnancia que da el “periodismo independiente” cuando reviste de investigación pulir un dossier hecho a la medida de la destrucción política de una persona. Repugnancia y miedo es entender el inconformismo como correa de transmisión de un enemigo político.
Pero es necesario reponerse, separar un sentimiento de odio y, por lo que se refiere al periodismo, actuar con una estricta profilaxis. Comencemos por el miedo. Según recoge el El Periódico de Cataluña, tan caro a la vicepresidenta del gobierno, y honrando al más viejo género periodístico, que es el rumor, cuenta que el dossier o los dossieres de Cifuentes contenían una relación con su antecesor Ignacio González, otros episodios de cleptomanía, y la práctica de vudú con sus enemigos políticos. ¡Qué entrevista tiene el chamán de Cifuentes!
No es el vudú de la Cifu lo que da miedo, sino constatar algo que llevo muchos años diciendo: si alguien está dispuesto a enfrentarse al poder, al poder de verdad, tiene que ser personalmente intachable. La vida personal, cuanto más convencional sea, mejor. Los vicios privados pueden acabar siendo públicos. En el armario sólo debe haber ropa. Hay que cumplir con la odiosa e injusta Hacienda. Y todo progreso económico tiene que estar dentro de la ley. No es que el sistema no te permita robar como un político. Mientras no te pillen, no se va a molestar. Pero como levantes el dedo hacia el poder, todo lo que hagas irá en contra de ti. Y si optas al poder y tienes rivales, el basurero de tu pasado se volcará sobre la vía pública.
Esta situación se agrava por dos motivos. Uno de ellos es cómo la ley, que está para definir con claridad cuáles son los lindes de la libertad, para fijar el terreno en el que los ciudadanos nos podemos mover con total seguridad, ha logrado, por la mediación de los políticos, exactamente lo contrario. Las normas se cuentan en kilos de papel imposible de digerir, con normas extendidas como capilares por el cuerpo social, que condicionan cada decisión que tomamos, y que cambian cada lunes y cada martes. Esto hace que sea fácil tropezar con la ley.
El segundo motivo es la desaparición de la intimidad. Por un lado, por nuestra radiografía digital, nuestra costumbre de ir dejando huellas de todo lo que hacemos y pensamos. Y por otro, porque la calle se ha convertido en un plató de televisión, como ha comprobado la propia Cifuentes. De modo que estamos en una situación en la que se reinterpreta aquéllo que se decía en época de Franco: todo va bien mientras no te metas en política.
Eso por lo que se refiere al miedo. Repugnancia es lo que produce ver a medios de comunicación en terminales de intereses políticos, e instrumentos mediáticos para la destrucción de una persona y revistiéndolo de periodismo de investigación. Una cosa es utilizar las grietas del poder para obtener información, y el periodismo es también eso, y otra servir a los intereses del poder y acabar con la persona pública de un individuo.