El sabio estadounidense admitía que podían hacerse ciertas concesiones a cambio de la suficiente seguridad; al fin y al cabo, la misma existencia del Estado es una renuncia de libertad que al propio Franklin le parecía bien.
Sitel, en sí mismo, no es malo. Los ordenadores e internet, además de permitirnos hacer cosas que antes no podíamos hacer, nos facilitan enormemente el trabajo de otras. También la tarea de escuchar conversaciones. Anteriormente, interceptar las telecomunicaciones requería una labor de interceptación física; ahora lo que decimos por teléfono se convierte a una serie de bits que circulan por las redes y ordenadores de las operadoras, así que basta con que el Gobierno las obligue a enviarles una copia de eso que circula por ahí. Sitel es el sistema que facilita esa labor; al tenerlo ya instalado en todas las operadoras ni siquiera es necesario pedirles permiso, orden judicial mediante, basta con que la Policía lo active. Cabe suponer que también con orden judicial. O no.
El problema es que Sitel, como buen sistema informático, facilita demasiado la tarea. Y su uso se convierte, por tanto, en un riesgo enorme, y más cuando tenemos en el Gobierno a los mismos que se dedicaron a espiar los teléfonos móviles del Rey, los periodistas y todo aquel que se les puso a tiro. Una aplicación tan poderosa sólo debería ponerse en marcha con un enorme arsenal de leyes y regulaciones que nos aseguren, en la medida de lo posible, que su uso está controlado. El Gobierno del PP compró la aplicación, pero no la puso en marcha precisamente porque los informes que encargó les indicaron que afectaba a derechos fundamentales, y necesitaba de una ley orgánica. ¿Y cómo iba a proponer esa ley un Gobierno de derechas, al que se acusaría inmediatamente de fascista y de montar unas SS digitales?
Pero claro, un Gobierno del PSOE puede hacer lo que le dé la real gana y acusar a quienes ponen el grito en el cielo de perjudicar la lucha antiterrorista y mil cosas más, que siempre contará con la numerosísima prensa adicta para taparle las vergüenzas y hacerse eco de las patéticas excusas de Rubalcaba, dándole la razón. El mero hecho de que la vicepresidenta De la Vega pidiera "discreción" a la comisión interministerial a la que encargaron la regulación del invento debería suponer su dimisión inmediata. Tenemos sentada en la poltrona, poniéndose estupendísima todos los viernes, a alguien que ha destruido derechos fundamentales de los españoles a la chita callando.
Sitel debe desaparecer, o ser regulado por ley orgánica. Una ley que obligue a modificar el sistema, exigiendo que sólo una orden firmada digitalmente por un juez permita activarlo, y que sólo produzca ficheros de sonido y datos relacionados firmados digitalmente, de modo que no puedan ser alterados sin dejar huella. Y que elimine de sus servidores todos los ficheros una vez producida la copia destinada al sumario. Sitel exige, en definitiva, ponerle trabas que no hagan tan sencillo su uso. Que Rubalcaba siempre se ha pasado la verdad y la ley por el forro ya lo sabemos. Lo que no podemos permitirnos es dejárselo tan fácil.