El carácter normativo de un convenio negociado por los «agentes sociales» resulta tan invasivo que acaba por modificar la organización y gestión de todas las empresas.
La política laboral está ganando cada vez más protagonismo. Primero, el intento de reactivar el «diálogo social» entre los sindicatos de los trabajadores y empresarios y el Gobierno, que provocó el inicio de manifestaciones sindicales que culminarán este domingo. Todo ello aderezado con la idea de Fátima Bañez de reducir la jornada laboral, o la proposición no de ley para derogar la reforma del PP.
Aunque no sepamos qué normas se aprobarán finalmente, lo que sí parece claro es que la idea de fondo de todas estas cuestiones y debates no va a cambiar: la creencia de que las condiciones laborales (especialmente el salario) son fijadas gracias a la imposición de una negociación colectiva entre sindicatos y Gobierno.
La negociación colectiva
Es cierto que la remuneración y otros aspectos del contrato entre trabajador y empresario dependen de un acuerdo entre las partes, pero reducir las fuentes de determinación de este contrato al simple hecho de una negociación entre partes es vaciarlas de contenido económico y de no tener presente cómo se fijan los salarios, que no es sino de acuerdo al valor de la productividad del trabajador y a la oferta y demanda de trabajo en cada momento.
De ahí que uno de los elementos más importantes en el «diálogo social», la fijación del salario mínimo obligatorio, sea tan perjudicial. En primer lugar, porque crea desempleo en aquellos trabajadores cuyo valor aportado no supera dicho salario. Y en segundo lugar, porque al contrario de lo que sale en los telediarios, existen innumerables salarios mínimos obligatorios, tantos como convenios colectivos en vigor. Salarios con las mismas consecuencias económicas en cada una de las empresas que están sometidas a esta normativa.
Uno podría pensar que la fijación del salario conforme a la productividad es algo indeterminado, no es tan fácil de calcular, y dada la relación desigual entre empresario y trabajador, el primero se aprovechará del segundo. Pero el mercado tiene mecanismos para corregir este hecho. El más conocido es que si el salario es superior a ese valor que aporta el trabajador, se generan pérdidas, por lo que se tenderá a contratar menos ,y el salario bajará. Si es inferior, generará beneficios por lo que los empresarios tendrán incentivos a contratar más, incrementándose el salario.
Pero no sólo es perjudicial fijar el salario mínimo en una negociación colectiva. Fijar el resto de condiciones laborales además del salario (vacaciones remuneradas, horarios, etc.), convierte en una olla a presión las relaciones laborales. Y el resultado es el de siempre, paro, baja productividad y sueldos… Al menos uno de los elementos que forman el coste laboral, mejor si es el más importante, el salario, tiene que ser flexible para que pueda funcionar el mecanismo de valor mencionado anteriormente (sueldos según producitividad). De lo contrario, lo perjudicial de la fijación obligatoria de los elementos del contrato laboral no podría corregirse. Si se reduce el horario sin aumento de la productividad, como comenta la Ministra, es tanto como encarecer el salario. Si éste no se pudiera recalcular, estaríamos otra vez en un encarecimiento, perjudicial especialmente para los trabajadores menos productivos.
En definitiva, el carácter normativo de un convenio negociado por los «agentes sociales» resulta tan invasivo que acaba por modificar la organización y gestión de todas las empresas a las que afecta. No es de extrañar que la tasa de paro desde los 80 se haya mantenido en el vergonzoso e injusto 17%.
Los sindicatos actuales
A nadie se le escapa el interés político de lograr una paz social, entendida como la paz que ofrecen los sindicatos. El economista William H. Hutt ya denunció en los años 30 del siglo pasado el oportunismo político del Gobierno en las relaciones laborales. El sindicalismo es un instrumento gubernamental para legitimar su política económica y lograr la paz social y la aplicación de sus políticas en este ámbito. De ahí el interés constante no sólo en llegar a acuerdos con estas organizaciones, sino también en mantener su estructura de financiación a través de subvenciones.
Y precisamente, el financiarse a través de subvenciones y contar con un bajo número de afiliados de los sindicatos es también otra prueba de por qué estas organizaciones responden a un interés político (de sus integrantes y del Gobierno) resultando ser organizaciones arcaicas y alejadas de la realidad. La variedad y diversidad de empleos, la irrupción de nuevos modelos de negocio y una mayor especialización del conocimiento cuestiona a los sindicatos estatales y sectoriales tal como los conocemos. De hecho, los intereses de esos trabajadores tan variados son cada vez más dispares, e incluso pueden ser contrapuestos, por lo que difícilmente pueden ser agregados y representados desde una posición común y única. Cuanta más variedad o fragmentación y atomización de la estructura productiva, menos sentido tiene tratar de cartelizar los intereses de sus trabajadores.
Hacia un nuevo sindicalismo
Pero como antes se ha dicho, el mercado ofrece más posibilidades para alinear intereses diversos o contrapuesto. De hecho, la utilidad de los sindicatos dependería de que se convirtieran en empresas, algo que presumiblemente les resultará difícil después de años y años de «lucha» y confrontación con ese concepto.
En este mundo actual todavía es más lógico unos sindicatos que sean empresas que ofrezcan servicios a los trabajadores, no por sectores, sino por profesiones, y de manera descentralizada para atender de mejor manera a la realidad de cada cliente. Ello obviamente implicaría despojarse de la ideología decimonónica, prestar servicios remunerados y alejarse del presupuesto y de la búsqueda de poder a través del BOE. Es decir, pivotar hacia la idea de que el sindicato debe valorarse por el servicio que se recibe de él, más que por pertenecer a una asociación por un compromiso ideológico.
De ser así, serían verdaderos agentes dinamizadores. La conflictividad laboral seguirá existiendo pero se está transformando. Las nuevas formas de trabajo más colaborativo y creativo genera otras tensiones, no sólo entre empleados y directivos, sino entre los propios trabajadores. Los sindicatos podrían ofrecer servicios de mediación o marcos a los que acogerse en caso de disputa. Ya sucede en la realidad: cuando la relación laboral entre empresario y trabajadores es buena, las condiciones se pactan sin problemas; cuando es mala, se acude al convenio, con el problema de estar éste impuesto y diseñado de manera agregada y no descentralizada.
Conclusión
En definitiva, el debate en torno al mercado laboral de estos días no evidencia más que las mismas ideas que nos han conducido a ser uno de los países que más desempleo genera: la imposición de una normativa trasnochada que pretende fijar los precios (salario) por decreto, y unos «agentes sociales» más propios de siglos pasados.