Si tuviera que apostar, diría que Trump hará más daño por su dejadez que por sus excesos. Pero es incertidumbre pura.
La opinión publicada, las élites de todo tipo, las encuestas y las redes sociales apostaron a que Reino Unido se quedaría en la UE, que Colombia votaría por la rendición a las FARC y que Clinton ganaría en Estados Unidos. Y, claro, como se nos ha vendido que Trump era lo más parecido a Hitler desde el 45, ahora habrá quienes estén temblando de miedo ante lo que nos espera. Pero tampoco deberíamos exagerar.
La victoria de Trump, como la de muchos candidatos de izquierda y derecha populistas, se ha basado en un grupo de población que no es que no se sienta representado por los políticos profesionales, sino que se siente directamente atacado. El virus de la corrección política nació en Estados Unidos y es allí donde ha llegado al grado de epidemia. Ser un hombre blanco te convierte automáticamente en un apestado porque se supone que eres un privilegiado. Aunque la fábrica donde trabajas haya cerrado y vivas del Estado sin esperanza de que nadie haga nada por remediar tu situación. Hasta que llega alguien que asegura que se preocupa de verdad por ti, que te tiene en cuenta, que considera con razón que eres el gran olvidado por las élites políticas, culturales y mediáticas. Y le votas, aunque diga barbaridades y proponga medidas absurdas. Le votas porque crees que es el único que te hace caso.
No es que Trump sea mi candidato, ni de lejos. Creo en mercados libres, en el comercio libre y en las personas libres. Trump no. De entre todos los que se presentaron a las primarias de ambos partidos, quienes más cerca estaban de mi ideario eran Marco Rubio y Ted Cruz. Pero lo cierto es que quien pretenda decir que sabe qué va a hacer el millonario con el juguetito de la presidencia es mucho más atrevido aún que quienes daban por segura una presidencia de Clinton. Trump ha cambiado de opinión en innumerables ocasiones a lo largo de la campaña, en ocasiones con horas de diferencia. Normal que los mercados caigan. Odian la incertidumbre, y Trump es incertidumbre pura.
Si hacemos caso de las opiniones que, parece, más consistentemente ha repetido, podemos esperar restricciones a la inmigración y al libre comercio, aislacionismo militar, que la economía tenga prioridad sobre el medio ambiente, un desmantelamiento progresivo de buena parte la herencia de Obama –empezando por ObamaCare– y un acercamiento a Rusia en política exterior. O no. Pero Trump no es el fascista que nos han pintado, sino el clásico cuñado que ante cualquier problema político te saca su «pues esto lo arreglaría yo en dos días haciendo esto y lo otro»; además, tampoco podrá hacer todo lo que quiera, porque en algunas materias tendría en contra a los propios legisladores republicanos además de los demócratas y, sobre todo, contará con la feroz oposición de los medios.
En cualquier caso es una prueba de fuego para la democracia norteamericana. Diseñada para que los poderes se hagan de contrapeso, a lo largo de su historia varios de sus presidentes lo han puesto a prueba, convirtiéndolo en un sistema donde el presidente tiene mucho más poder que el inicialmente pensado por sus padres fundadores. Así que Trump puede llegar a hacer mucho daño. Lo que no está claro es si tiene interés en hacerlo. No es alguien con un proyecto político pensado, con una trayectoria de ideas que podamos seguir. No tiene pinta que sea alguien que quiera dejar un legado concreto. De modo que, si tuviera que apostar, diría que hará más daño por su dejadez que por sus excesos. Pero al contrario que todos los sabiondos que pululan por los medios, yo al menos reconozco que es una apuesta. Porque ninguno tenemos ni idea.