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No existe el capitalismo en Latinoamérica

Publicado en La Información

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El populismo (de ambos lados) empuja hacia un mayor grado de desinformación, de confusión y de ceguera política.

El pasado 17 de diciembre se publicaba en el periódico New York Times un documentado artículo sobre la investigación que dicho rotativo había realizado en veintiún hospitales públicos venezolanos a los que se les había dado seguimiento durante cinco meses. La conclusión del estudio es tan previsible como devastadora. Previsible para quienes conocemos la realidad del país y no cerramos los ojos. Devastadora para cualquier persona con un ápice de humanidad. Los niños mueren de hambre. De los hospitales visitados solamente nueve lleva registro de los casos de malnutrición: el gobierno censura la recogida de esos datos para no alarmar. En esos nueve hospitales se registraron en el último año, 2.800 casos de malnutrición infantil y, de ellos, unos 400 murieron de hambre. No todos los hospitales aceptan tratar niños con desnutrición, severa o no. Simplemente no hay medicinas, así que para qué.

Algunas personas achacan el hambre, la escasez y la miseria a la subida del precio del petróleo, uno de los tesoros del país latinoamericano. Sin embargo, ese argumento no se sostiene. Efectivamente, la subida de los precios del petróleo afectó, pero desvelando el sinsentido de las políticas económicas del narcodictador Maduro. Los esfuerzos de la oposición venezolana, dentro y fuera del país, por denunciar que lo que antes era una dictadura totalitaria se ha convertido en el hogar de bandas de narcotraficantes internacionales, tardan demasiado en calar en la opinión pública internacional que, a pesar de las detenciones y condenas de miembros cercanos al gobierno y familiares de Maduro por narcotráfico, aún piensa que se trata de “una dictadura más”. 

Nicolás Maduro, tras disolver la Asamblea, ha convocado elecciones. Y, a pesar de la evidente coacción política, y de la baja participación, las dio por buenas proclamando abiertamente la salud democrática de Venezuela. Y los niños muriendo.

El caso de Venezuela es único, probablemente. Pero sólo por el diferente grado de intensidad del mal que padece: la corrupción. Es muy obvio que corrupción hay en todos los países, allá donde haya un humano. Porque la tendencia a buscar rentas a costa de la espalda ajena es tan humana como la agresividad, y en ambos casos, se trata de tendencias que hay que reprimir y reeducar, si se quiere vivir civilizadamente.

La corrupción es especialmente intensa y está ampliamente insertada en la cultura popular en Latinoamérica. Tengo que decir que yo soy de las personas que cuando voy para allá (cada vez que puedo) me quejo de la creciente corrupción de mi propio país, y son mis amigos latinos quien me frenan y me señalan la importante diferencia de grado.

El resultado de la intensidad y popularización de la corrupción lleva a que sea muy difícil mantener instituciones sanas. La educación, la justicia, el ejército, el mercado de trabajo, el financiero, las empresas, dependiendo del país, funcionan mejor o peor dependiendo de cuál es el ámbito más afectado por ese mal. A esta situación hay que añadir que cuando la corrupción es duradera, a largo plazo, provoca unas enormes distorsiones en la distribución de la riqueza, mina la capacidad de la población para educarse y constituir un capital humano productivo, a la vanguardia, capaz de generar rentas suficientes para mejorar, para tener expectativas, demandar una mejor educación para sus hijos, etc. El mal ejemplo de la corrupción institucional, la falta de responsabilidad de los servidores públicos, además, sirve de alguna manera para que la población, a medida que se empobrece pero ha de seguir pagando impuestos, justifique su propia falta. Es una lepra que lleva a la destrucción de los valores básicos de la convivencia, que impide el desarrollo de una democracia “decente”, y que elimina la posibilidad de que haya lo que se conoce como capitalismo.

Porque a pesar de que mucha gente confunde “país rico” con “país capitalista”, de manera que, no importa cómo se haya obtenido, si un país es rico entonces es capitalista, esta no es la realidad. El capitalismo bien definido consiste en el sistema económico que se basa en el respeto a la propiedad privada, el cumplimiento de los contratos y lo que se conoce como “the rule of law” o el imperio de la ley. Hay que matizar que no se trata del mero cumplimiento de la ley, sino que se trata de que las leyes enmarquen la convivencia, el respeto a la propiedad privada y el cumplimiento de contratos, permita el control de los gestores públicos, asegure la rendición de cuentas, la igualdad ante la ley de todos. Si, además, los representantes políticos son elegidos en comicios, se trata de una democracia bastante civilizada.

Pero revisando la situación los países latinoamericanos, podríamos deducir que no existen esas instituciones sobre las que se levanta el capitalismo, o no son lo suficientemente sanas, en un mayor o menor grado.

La situación actual en Argentina, donde los montoneros, terroristas que ocuparon el gobierno y ahora no aceptan su puesto en la oposición, están tratando por la fuerza impedir que el gabinete de Macri gobierne, la situación terrible de Centroamérica, el peligro de Evo en Bolivia, la inestabilidad política en Ecuador, Colombia… incluso Chile, donde acaba de ganar de nuevo Piñera, muestran realidades en las que es difícil asegurar que existe verdadero capitalismo. Por supuesto, hay empresas, hay tribunales, hay Parlamentos, hay Bolsas de Valores, pero también hay colusión entre empresarios y gobernantes, hay abuso de poder, búsqueda de rentas ajenas como forma de vida, no hay igualdad ante la ley, no hay rendición de cuentas real. Hay un sistema político y económico que será muchas cosas, pero no capitalista. Y no es un hecho menos que el populismo (de ambos lados) empuja hacia un mayor grado de desinformación, de confusión, de ceguera política, ingredientes perfectos para llegar al infierno venezolano.

Y una vez hecha esta reflexión, pensemos qué tenemos en nuestro país, y preguntémonos “Quo Vadis, España?”.

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