En los últimos dos siglos, el capitalismo ha tenido que lidiar con muchos mitos. Pero pocos hay tan duraderos y dañinos como el que habla de un club cerrado de súper-ricachones que prosperan gracias al esfuerzo de los demás.
En esta crisis, el mensaje, siendo el mismo en el fondo, ha cambiado en la forma. Ahora, lo que se lleva es hablar en nombre del 99% de la humanidad, frente a ese supuesto 1% que estaría quedándose con la riqueza que a todos nos pertenece. Es un símbolo poderoso, que apela al ciudadano medio para que rescate su país o su planeta de una élite egoísta.
Además, en lo que hace referencia al imaginario colectivo, la foto se ha puesto al día. El antiguo potentado gordo, con chistera y puro de las viñetas de comienzos del siglo XX ha dado paso al ejecutivo encorbatado, dueño o directivo de una gran empresa, que hace a su antojo con trabajadores, autoridades y consumidores. Ya no son sólo personas, son oscuras corporaciones las que nos dominan, casi como robots sin alma que protegen su chiringuito con ferocidad y eficacia.
El 1%
La caricatura se viene abajo cada marzo, cuando Forbes publica su famosa lista de los más ricos del mundo. La de este año la encabeza Bill Gates. Y entre los 20 primeros encontramos a Amancio Ortega, Warren Buffett, Larry Ellison (fundador de Oracle), los hermanos Walton (hijos del fundador de Wal-Mart), Larry Page y Sergey Brin (Google) o Jeff Bezos (Amazon). Ninguno de ellos debe su fortuna a la herencia de sus padres, salvo los Walton, y en este caso hablamos de una cadena de supermercados que comenzó con un modesto local en una pequeña población de Arkansas a mediados del siglo XX. También hay en la lista apellidos ilustres, pero incluso en estos casos resulta difícil rastrear el origen de su fortuna más allá de un par de generaciones.
Algo parecido pasa con las empresas. Tim Harford recoge en su último libro, Adáptate, el trabajo del economista Leslie Hannah sobre la trayectoria de las grandes empresas del siglo XX. En 1912, antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, la mayor corporación global era US Steel, "un gigante incluso para los estándares actuales, con 221.000 trabajadores (…) Era el líder del mercado en la mayor y más dinámica economía del mundo; y lo era en una industria, la del acero, que ha sido de la máxima importancia desde entonces". Pues bien, en estos momentos no está ni siquiera entre las 500 mayores empresas del planeta.
Sólo 3 de los 10 primeros hace cien años (Exxon, General Electrics y Shell) se mantenían en el top 100 medio siglo después. De hecho, más de la mitad de los integrantes del ránking de 1912 había desaparecido en el año 2000. Y no necesariamente porque se hubiera hundido su negocio (lo que habría sido lógico, por ejemplo, con una empresa de fabricación de lámparas de aceite), "gigantes como Westinghouse Electric, Cudahy Packing y American Brand, estaban en las mismas industrias que historias de éxito como General Electric o Procter & Gamble".
No hace falta irse tan lejos. En 1985, la lista de grandes empresas norteamericanas que elabora Fortune estaba encabezada por Exxon Mobil, General Motors, Mobil, Ford, Texaco o IBM. Este año, el líder es Wal-Mart. Y el ránking está repleto de compañías tecnológicas, que daban sus primeros pasos o incluso no estaban fundadas hace un cuarto de siglo, como Apple o Verizon. Al mismo tiempo, decenas de aquellas poderosísimas 500 grandes empresas ya no existen.
Es cierto, muchas resisten, lo que tiene sentido, porque además, van cambiando de negocio en función de los gustos de su público o los vaivenes del mercado. Por ejemplo IBM, el gigante azul que siempre se asoció con el hardware y las grandes máquinas, hace tiempo que concentra la mayor parte de su negocio en los servicios y el software. Pero hay pocos sectores (quizás el energético sea la excepción, dado el largo plazo de las inversiones requeridas) en el que los principales actores de hace tres décadas sigan siendo los mandamases de la actualidad.
La conspiración
Para ser una conspiración de unos tipos multimillonarios, poderosos, malvados y bien coordinados, lo cierto es que no ha tenido mucho éxito. Pequeñísimos empresarios como Amancio Ortega, un modesto fabricante español de batas, se les han colado en la lista. Y jovenzuelos como Mark Zuckerberg, con sus sudaderas y sus zapatillas rotas, ya son más ricos que casi todos ellos. Por cierto, no lo han hecho engañándoles, sino fabricando productos de un enorme éxito que, en muchos casos, han sustituido a los que vendían esos millonarios de alta cuna.
No sólo es que haya nuevas entradas, es que además la mayoría de los que estaban en los ránkings de hace 30 años ya han desaparecido de los primeros puestos. De los integrantes de la lista original de Forbes de los 400 norteamericanos más ricos en 1982, sólo quedaban 36 en la de 2012. Cierto, muchos salen porque han fallecido, pero otros simplemente han perdido parte de su patrimonio. Además, los que siguen han perdido posiciones a gran velocidad y han visto cómo los recién llegados les adelantaban por la derecha. No hay que engañarse, un tipo que era multimillonario en 1982 probablemente seguirá siendo riquísimo tres décadas después; pero lo que no cuadra es la caricatura que tantas veces se ve en los medios.
Empresarios y capitalismo
Sin embargo, aunque la leyenda sobre ese club cerrado no se corresponda con la realidad, es peligroso que se extienda entre el ciudadano medio la idea de que el capitalismo es el reino de los intereses creados o de los poderosos. La atracción que el liberalismo ejerce siempre ha estado asociada con la meritocracia; una transacción libre sólo se realizará si las dos partes salen beneficiadas, por lo que para prosperar en el mercado libre hay producir bienes o servicios apetecibles para el mayor público posible.
En este sentido, idealizar a los empresarios sería peligroso. Su objetivo, como el de cualquier otro agente, es maximizar sus beneficios. Y tienen dos maneras de hacerlo: atraer más clientes que libremente quieran contratarles o conseguir una legislación favorable a través de sus contactos políticos. No se debe minusvalorar el peligro de que acabe siendo más atractivo centrar los esfuerzos en la segunda alternativa. Como explica el profesor Rodríguez Braun, hace más de 200 años que Adam Smith ya alertó sobre los empresarios que, "con toda suerte de excusas, arrancan monopolios, subsidios y protecciones varias del poder político, a expensas del pueblo".
De hecho, la tendencia en nuestros días precisamente parece apuntar en esa dirección. La obsesión del poder político por extender sus redes a cada vez más campos de la actividad económica y entrar a legislar hasta el mínimo detalle es un terreno abonado para corruptelas, trafico de influencias, lobbies e intereses creados.
Quizás nadie lo haya resumido con la precisión de Milton y Rose Friedman en Libertad de elegir, en lo que denominaron la "Historía Natural de la Intervención Estatal": "Primero un mal real o ficticio provoca la necesidad de hacer algo. Se crea una coalición formada por reformadores sinceros. Los objetivos se esconden bajo la retórica del interés público. Se promulga una ley. Los particulares interesados [empresarios, asociaciones de consumidores, sindicatos,…] se ponen manos a la obra para asegurarse de que se emplee en beneficio propio. Al final los efectos son los contrarios a los perseguidos inicialmente. Es casi imposible revocar la legislación inicial. Se hace un llamamiento a una nueva legislación que soluciones los problemas suscitados por la legislación anterior".
Nuevos ricos
Uno de los insultos más curiosos del castellano es el de "nuevo rico". Lo extraño no es tanto la conducta que se quiere reprobar -una cierta tendencia a la ostentación un poco hortera-, sino la expresión en sí. Porque, ¿qué tiene de malo ser un "nuevo rico"? En principio, nada. Si alguien que nació pobre se ha labrado su prosperidad a base de trabajo, talento o suerte, ¿qué tienen que decir a eso los demás? El problema es que todos empecemos a pensar que no han sido aquellas virtudes, sino evidentes defectos (de ellos o del sistema) los que les han generado esos beneficios.
Esta semana, The Economist encabezaba su portada con un interesante reportaje titulado "La nueva era del capitalismo de amiguetes", en el que alerta sobre aquellos que se han hecho millonarios en las últimas décadas gracias a sus conexiones políticas. La mayoría de estos cronies también son nuevos ricos, pero difícilmente alguien podrá defender que lo que hacían era capitalismo.