La Olimpiadas de verano han puesto los ojos de todo el planeta en Londres. Sólo la ceremonia de inauguración tuvo 1.000 millones de telespectadores. Y eso sólo fue el aperitivo de lo que ha venido después, conforme avance la competición y se llegue a las finales la audiencia aumentará. Las principales televisiones de todo el mundo están enchufadas las 24 horas a las diferentes disciplinas y las medallas copan las portadas de los periódicos. Las Olimpiadas son, además de un evento mediático de alcance mundial, un privilegiado escaparate para la ciudad anfitriona.
Son muchos los que ahora, viendo el despliegue lamentan que la edición de este año no se hubiese concedido a Madrid, que hace nueve años la solicitó junto a Londres, Nueva York, Moscú y París. Aparentemente todo son beneficios para el país que albergue los juegos. En cuestiones de imagen no hay duda, unas Olimpiadas generan confianza en el organizador y le permiten ofrecer al mundo su mejor cara. Esa es la razón por la que cuando una ciudad decide presentar su candidatura recibe el aplauso generalizado y obtiene multitud de apoyos.
Eso, obviamente, es lo que se ve. Lo que no se ve va por detrás y tiene más que ver con la economía que con el deporte. Intuitivamente se da por hecho que una Olimpiada es un extraordinario negocio. El turismo, los derechos de televisión, el merchandising, los patrocinadores, la venta de entradas al estadio… Todo parece una entrada constante de dinero para e anfitrión que, a cambio, sólo tiene que poner un puñado de instalaciones deportivas y el alojamiento de los atletas.
Derroche desde el primer día
La realidad, sin embargo no es tan simple. Para que una ciudad llegue a organizar unos Juegos Olímpicos los contribuyentes tienen que empezar a pagar desde mucho antes. La candidatura de Madrid para celebrar los juegos de 2016 -que al final recayeron en Río de Janeiro- le costó al ayuntamiento de la capital y al Gobierno más de 20 millones de euros, a los que hubo que sumar otros 17 millones que aportaron las empresas privadas que se unieron al empeño olímpico.
El millonario desembolso no sirvió para nada, las Olimpiadas volaron al otro lado del Atlántico y los más entregados se quedaron con un palmo de narices. Pero la "ilusión" olímpica no decayó, el ayuntamiento ha vuelto a solicitarlas (por tercera vez consecutiva) con la esperanza de que el COI conceda a Madrid la edición de 2020.
El gasto de la primera fase es sólo el comienzo de la riada de millones que viene después, cuando una ciudad es designada oficialmente como sede olímpica. Los organizadores presupuestan los costes previstos y se ponen manos a la obra. La inversión es de tal calibre que el Estado no basta y tiene que entrar la iniciativa privada a cofinanciar parte de las infraestructuras. Estas empresas, que se convierten en patrocinadores del evento, buscan unir su nombre al de un acontecimiento de escala mundial cargado de nobles valores.
Sobrecostes sistemáticos
El problema principal es que el presupuesto inicial siempre se sobrepasa, generalmente con creces y aumenta de un modo desmesurado en cada nueva edición. Existe algo parecido a un inflacionismo olímpico. En las últimas décadas no se ha dado el caso de que unos juegos hayan costado menos que las anteriores. A modo de botón de muestra, Atlanta 96 costó unos 2.000 millones de dólares, Sydney 2000 casi 5.000 millones y Atenas 2004 entre 15.000 y 30.000 millones.
De Pekín 2008 no se sabe a ciencia cierta por cuánto salió ya que las autoridades chinas aún no han dado cifras, y dado que han pasado cuatro años desde su celebración, no se espera que las faciliten. No obstante, se estima que el coste rondó los 40.000 millones de dólares, es decir, 20 veces más que los juegos de Atlanta.
Los sobrecostes olímpicos se han merecido hasta un estudio de la Universidad de Oxford. Según este estudio, coordinado en la Saïd Business School, en los últimos 50 años los Juegos Olímpicos han tenido, de promedio, una desviación presupuestaria de un 179%. Cincuenta años es mucho tiempo, nos llevaría hasta los juegos de Roma, celebrados allá por 1960, cuando la televisión era todavía una rareza.
El desastre financiero de Montreal ’76
La ilusión olímpica se convierte de este modo en el fiasco olímpico. En Canadá saben bastante de esto. En 1976 se celebró en aquel país la XXI Olimpiada en la ciudad de Montreal. Los juegos, recordados por las gestas gimnásticas de la atleta rumana de 14 años Nadia Comanecci, fueron una ruina sin paliativos. La ciudad quedó empeñada hasta las cejas. Los 1.600 millones de deuda que ocasionó el evento no se terminaron de pagar hasta 2006, 30 años después, cuando Comanecci era ya una respetable señora de 44 años dedicada al comentar los certámenes de gimnasia por televisión.
El flamante estadio olímpico de Montreal -que había costado el doble de lo presupuestado- fue reconvertido en un campo de béisbol porque nadie más lo quería. La factura de los juegos la terminaron pagando los contribuyentes canadienses que, curiosamente, ya habían pagado previamente la organización. El Gobierno de Quebec llegó a crear una tasa especial sobre el tabaco para ir devolviendo lo que debía. Caprichos de la historia olímpica, los juegos de Montreal los terminaron pagando los fumadores canadienses.
Atenas 2004, antesala de la quiebra
Los desastres financieros no acabaron en Montreal, aunque sí fue a partir de entonces cuando las ciudades anfitrionas empezaron a mirar con más cuidado los números y a implicar de un modo decidido a las empresas privadas. La historia de Montreal, sin embargo, terminaría repitiéndose en 2004, con ocasión de las Olimpiadas de Atenas. Hay, de hecho, multitud de analistas que incluyen a los juegos de 2004 entre las causas del deplorable estado que hoy presentan las cuentas del Gobierno heleno.
Los griegos gastaron el doble de lo que tenían previsto en la organización, sólo en seguridad se fueron más de 1.000 millones de dólares, una cantidad inaudita solo unos años antes, pero explicable por ser las de Atenas las primeras Olimpiadas tras el 11-S. Hoy la mayor parte de las instalaciones donde se celebraron los juegos atenienses están abandonadas. El coste de su mantenimiento es tan alto que ni el municipio de Atenas ni el Gobierno griego puede permitirse el lujo de destinar un solo euro a su conservación y uso.
Lo que está costando Londres 2012
Aunque nos encontremos aún envueltos en la "magia olímpica" y casi nadie se fije en estas cosas en el Reino Unido ya han saltado las primeras alarmas. El país está muy endeudado y arrastra un déficit del 8%, el Gobierno de Cameron gastó el año pasado 144.000 millones de euros más de los que ingresó, y nada invita a pensar que el ritmo de endeudamiento decaiga.
Los costes de Londres 2012 se han disparado hasta el infinito. De los 3.800 millones de dólares presupuestados inicialmente se ha ido, según la prensa británica, a los 38.000 millones. Sólo en seguridad el coste se ha cuadruplicado pasando de 361 millones de dólares planificados originalmente a 1.200 millones. Las instalaciones han costado auténticas fortunas. El estadio olímpico 850 millones de dólares, el centro de deportes acuáticos 426 millones y el velódromo 166 millones.
Si para una economía en forma semejante tren de gasto supone un desafío, para una que atraviesa una profunda crisis como la británica es un presagio de mayores problemas. Cada libra que el Estado y los patrocinadores han vertido sobre un evento que dura quince días es una libra retirada de la economía productiva, y más cuando buena parte de esas libras son simple endeudamiento. El "sueño" olímpico podría convertirse, una vez más, en pesadilla olímpica.