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Pablo Iglesias, el Chávez español

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La gran revelación de las elecciones europeas celebradas este domingo ha sido, sin duda, la formación Podemos que lidera el joven politólogo y tertuliano Pablo Iglesias. Este profesor de universidad ha sabido recoger muy hábilmente el descontento y la desconfianza hacia la clase política que reflejó en su día el movimiento 15-M mediante un discurso simplista y utópico, cargado de la demagogia y el populismo más abyecto y deleznable, aprovechándose de la profunda ignorancia económica y la triste ingenuidad política de que hace gala buena parte de la población. Iglesias, consagrado ya como el líder incuestionable de la extrema izquierda española, ha sabido cautivar a más de 1,2 millones de descreídos, soñadores e incautos que tienen por denominador común el rechazo frontal al capitalismo y una confianza ciega en el estatismo absoluto como solución a todos los males, pese a que el socialismo radical ha fracasado siempre y en todo lugar, cosechando a su paso los mayores desastres de la historia de la humanidad.

Iglesias, junto a sus fieles camaradas y maestros Juan Carlos Monedero y Jorge Verstrynge, es un firme defensor del bolivarianismo que rige en Venezuela, del enquistado peronismo que tanta miseria ha causado en Argentina y del despótico castrismo que todavía esclaviza Cuba. Es, en definitiva, un comunista de manual, solo que, gracias a su fluida verborrea y a su cuidada imagen informal, ha logrado transmitir la simpatía y proximidad que demandaban muchos votantes en contraposición a la distancia insalvable que refleja la llamada casta política, identificada hoy como uno de los grandes problemas del país debido, sobre todo, al brutal impacto de la crisis, la extendida corrupción institucional y la absoluta impunidad de la que disfrutan sus miembros. Pablo Iglesias es el Hugo Chávez español o, si lo prefieren, el Sánchez Gordillo culto y refinado, y, a poco que se despiste IU, bien podría convertirse en el nuevo referente de la izquierda, tal y como ha sucedido estos últimos años en Grecia con Alexis Tsipraslíder de la coalición comunista Syriza, que acaba de vencer en las europeas a populares y socialistas helenos y que ya encabeza las encuestas para las elecciones generales, frente al bipartidismo imperante de las últimas décadas. Podemos bebe del granero de votos que han dejado tras de sí las mareas verde (educación) y blanca (sanidad) de empleados públicos interesados en mantener sus privilegios, las plataformas de desahuciados y preferentistas y, en general, los jóvenes de izquierda que tanto abundan en las universidades españolas.

Los periodos de grave crisis como el que actualmente sacude la Unión Monetaria, y muy especialmente los países del sur de Europa, siempre han constituido un caldo de cultivo idóneo para los extremismos. Sucedió con la Primera Guerra Mundial, que derivó en la revolución bolchevique en Rusia y la instauración del fascismo en Italia, y, posteriormente, con la Gran Depresión de los años 30, cuando el nazismo conquistó Alemania. Es en los momentos de grandes dificultades cuando el pueblo, azuzado por la desesperación y la rabia, se agarra a los salvapatrias y cuentacuentos cual clavo ardiendo, sin pararse a pensar en el inmenso destrozo que conllevan sus particulares utopías estatistas. La victoria del Frente Popular de Marine Le Pen en Francia y de Syriza en Grecia -sin olvidar a los neonazis de Amanecer Dorado-, el fuerte apoyo al Movimiento Cinco Estrellas en Italia -convertido en segunda fuerza del país- o la potente irrupción de Podemos en España son una muestra inequívoca del alarmante ascenso que está cosechando el populismo, tanto de izquierdas como de derechas, en el seno del euro. 

¿Pero qué proponen realmente estas nuevas fuerzas políticas? Muy simple: mucho más Estado y menos mercado. Los extremos se tocan y, en este sentido, fascistas y comunistas coinciden en la necesidad de borrar las libertades y derechos individuales mediante una apisonadora estatal mucho más poderosa, obviando así el sufrimiento, la ruina y el colapso en el que acabaron desembocando todos y cada uno de los experimentos de planificación central en el pasado. Basta hojear el programa de Podemos para percatarse del desastre que conllevaría su consecución. Para empezar, el partido de Pablo Iglesias propone impagar la deuda pública y someter a referéndum la pertenencia al euro. La primera medida supondría la quiebra del Estado y, por tanto, el cierre absoluto de la financiación a través de los mercados. España se vería abocada, de una u otra forma, a abandonar el euro y, muy posiblemente, también la UE, lo cual implicaría decretar un corralito financiero para transitar hacia una nueva moneda devaluada. Es decir, los españoles perderían una parte muy sustancial de sus ahorros, como en su día aconteció en Argentina. Y ello sin contar que el Banco de España, tras recuperar la autonomía monetaria, sería utilizado por el Gobierno para financiar buena parte de su gasto y deuda pública, provocando una grave escalada inflacionaria y un empobrecimiento generalizado de la población.

Lo grave es que esto sólo sería el principio del fin. Podemos plantea disparar el gasto público mediante la puesta en marcha de grandes Planes E para combatir el paro -muy original, sin duda-. También defiende reducir la jornada laboral a 35 horas semanales, así como adelantar la edad de jubilación a los 60 años, elevar las prestaciones no contributivas y, cómo no, derogar la última reforma de las pensiones. Si España ya no se puede permitir financiar el actual sistema, imagínense semejante deriva. Simplemente, insostenible. Además, abogan por subir el salario mínimo, imponer un salario máximo, derogar la reforma laboral, eliminar las ETT o prohibir los despidos en las empresas con beneficios. En resumen, nacionalizar por la puerta de atrás el factor trabajo.

En materia fiscal, Podemos defiende una brutal y generalizada subida de impuestos: más IRPF y Sociedades, un nuevo tributo sobre "grandes fortunas", Impuesto de Patrimonio, Tasa Tobin, supresión de las sicav, IVA del 35% sobre "bienes de lujo"… A ello habría que sumar una ingente banca pública, como si el fiasco de las cajas no fuera suficiente, y la nacionalización directa de los grandes "sectores estratégicos". Iglesias quiere que el Estado tome el control absoluto en las áreas de "telecomunicaciones, energía, alimentación, transporte, sanitario, farmacéutico y educativo", y domine de forma indirecta los medios de comunicación, limitando que una empresa o grupo pueda ostentar más del 15% de un determinado sector, ya sea prensa, radio, televisión, internet, etc.

Y ya puestos, ¿por qué no repartir una "renta básica para todos y cada uno de los ciudadanos por el mero hecho de serlo" equivalente a unos 600 euros al mes (umbral de la pobreza)? Poco importa que su coste supere de lejos los 300.000 millones al año; también defienden una moratoria hipotecaria, limitar los tipos de interés, paralizar los desahucios, implantar la dación en pago con carácter retroactivo, extender el alquiler "social", despenalizar la okupación, expropiar y/o disparar los impuestos sobre las viviendas vacías; garantizar la gratuidad de los recibos de agua, luz y calefacción, entre otras muchas barbaridades de toda índole, como la nacionalización de "tierras en desuso" y grandes fincas, el control de precios en los alimentos, el cierre de todas las nucleares y centrales de gas y carbón -y su sustitución por más renovables-, imponer la pesca y la agricultura "ecológicas", limitar la caza, prohibir la tauromaquia o impedir la manida "especulación urbanística".

El problema de Iglesias, y el de la izquierda en general, es que desconoce cómo se genera y se desarrolla la riqueza. El socialismo piensa que es algo dado, cual maná caído del cielo, y que la economía es un juego de suma cero, de modo que la función del Estado consiste en redistribuir justamente los recursos. Sin embargo, como bien demuestra la historia, lo único que acaban repartiendo es miseria, muerte y coerción, exceptuando, cómo no, a la privilegiada cúpula que ostenta el poder. En este sentido, es paradigmático que la gran receta de los indignados consista, básicamente, en sustituir la actual casta por otra (la suya) exacerbando el poder político que tanto critican hasta límites insospechados. Así pues, en realidad, no son antisistema, sino prosistema. Por último, valga como ejemplo la siguiente frase de Pablo Iglesias para evidenciar su particular estilo de hacer política…

Yo pienso en Francia, últimamente, mucho. Y recuerdo una frase que me entusiasmó de Jean-Luc Mélenchon: "Si gano las elecciones, lo primero que haré es hacer que el Ejército desfile por los Campos Elíseos para mandar un mensaje a los mercados financieros". Ya me gustaría a mí poder hacer lo mismo.

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