El consenso, el acuerdo en compartir unas normas que valen para todos, es lo que le otorga valor al texto.
Hay básicamente tres concepciones de lo que es, o debe ser, una Constitución. Por un lado, la Constitución de un país es el conjunto de usos e instituciones que prevalecen en el lugar, y que son el precipitado histórico de esa comunidad. El caso paradigmático es el de Gran Bretaña. Esta Constitución histórica es también la que blandía Gaspar Melchor de Jovellanos como respuesta a la invasión napoleónica, aunque el camino que siguió España es otro, como bien sabemos.
Otra concepción es la que parte de los derechos de las personas, y erige una estructura institucional para definir las funciones y los límites del poder. Es una concepción iusnaturalista y racionalista, y entronca con la idea de una república como una sociedad gobernada por leyes iguales para todos. Su ejemplo más puro es el de la Constitución de los Estados Unidos.
La tercera es lo que podríamos llamar Constitución kelseniana: una idea positivista de la norma fundamental, que queda definida más por los procesos de jerarquía y revisión judicial que por el contenido de la misma. Dentro de esta concepción está también la idea de la Constitución como instrumento para la política social.
Lo normal es que las normas actuales tengan una combinación de evolución, iusnaturalismo y positivismo. Y así es con nuestro texto fundamental, que acaba de cumplir 40 años. De la Constitución histórica mantiene la monarquía, el sistema bicameral y, de forma muy imprecisa y accidentada, en el Título VIII.
La concepción iusnaturalista tampoco es muy protagonista, se mezcla con la creación de pseudoderechos, como el derecho a la vivienda. Por otro lado, la estructura del poder se lo ha otorgado casi todo a los partidos políticos. Ramón Pi, que vivió los años de la Transición en primera línea de la información, me dijo que el objetivo era precisamente ese: después de casi cuatro décadas de dictadura, los redactores entendían que los españoles no podían acudir solos a la participación democrática, y que necesitaban la guía de unos partidos políticos fuertes. De modo que no es que hayamos caído en la partitocracia, sino que el sistema es partitocrático desde el inicio. Reconozcámoslo, nuestra democracia es poco democrática.
De modo que, sí, la Constitución Española de 1978 es manifiestamente mejorable. Y lo peor es que una de las formas en que podría mejorar si los partidos políticos actuales renunciasen a parte de su exorbitante poder. Pero los partidos no tienen el patriotismo de los miembros de las Cortes franquistas que dieron el último paso del régimen para dar paso a lo que tenemos.
Mucho habría que escribir sobre cómo mejorar nuestro texto fundamental, pero creo que lo más relevante ahora es explicar cuál es, a mi entender, su verdadera contribución histórica. España ha tenido once Constituciones, si contamos con la Carta Otorgada de 1808 y las Leyes Fundamentales de la dictadura de Franco. Y todas, con la excepción quizás de la primera de ellas (1812) y de la de 1876, han sido Constituciones de partido. No de partido político, sino de una parte de la sociedad contra la otra parte. La de 1978 es la primera que se constituye explícitamente como un vehículo para integrar a todos, a la derecha y a la izquierda posibles, al comunismo, y al nacionalismo. Quizás por eso tiene mucho de pastiche y de partitocracia.
De modo que ni una cosa ni otra. Si estos son los 40 mejores años de la historia de España como dice El Español (lo que es discutible), no es porque la norma sea exactamente como es, sino por su imparcialidad. Tampoco es la Constitución de la gente, como ha escrito Federico Ysart en ABC.
Pero el consenso, el acuerdo en compartir unas normas que valen para todos, esa idea que hizo posible la Transición, es lo que le otorga valor al texto: haber facilitado el cambio en el poder desde el presupuesto de que todos los sectores sociales pueden acceder a él. Y es esa idea la que está ahora en entredicho por todos los partidos que, congruentemente, no han acudido a la celebración de su 40 cumpleaños, más el PSOE, que a su siglo y medio de historia todavía no sabe lo que quiere ser.
Lo que está por ver es si la pura arquitectura institucional de la Constitución, su definición de cómo se reparten y relacionan los poderes, más la pertenencia de España a la Unión Europea, será suficiente como para resistir la nueva oleada de sectarismo político.