Leí hace un tiempo a Antonio Muñoz Molina en El País, indignado con lo que llamaba la privatización del metro:
Cada vez que oigo por los altavoces el nuevo nombre de la línea 2 o la estación de Sol me siento ultrajado en mi ciudadanía. Los nombres son tan públicos como los lugares que designan. Privatizar el nombre de una línea de metro llamándole Vodafone es una usurpación de algo tan colectivo y público por naturaleza como el aire de la calle, como las palabras del idioma. Da escalofrío pensar que una ciudad como Madrid, tan rica de texturas, tan resistente a tantos infortunios, lleve tantos años en manos de una derecha oscurantista, analfabeta, entregada a todos los especuladores, capaz de permitir que la Gran Vía se convierta en un zafio shopping mall de franquicias.
Aquí tenemos varias ideas de interés. La primera y más importante es que el escritor y académico puede haberse confundido con la idea de privatización. Se llama privado a lo que es pagado plena y voluntariamente por los ciudadanos que libremente lo demandan. Una tienda de Zara es privada: usted va, elige un producto concreto, si quiere, y sólo si quiere se lo lleva, después de pagarlo. Amancio Ortega no puede, bajo pena de cárcel, obligar a ningún cliente a que compre nada, y mucho menos puede forzar a sus clientes a que compren lo que no quieren. Tampoco puede, bajo pena severa de prisión, obligar a unos clientes a que le paguen a usted su camisa, o parte de ella. Por eso Zara es privada, y funciona en lo que llamamos el mercado, o el capitalismo, o la sociedad civil, el ámbito de la propiedad privada y los contratos voluntarios.
El metro no es así, don Antonio: el metro no es privado. Por eso los usuarios del metro no pagan nunca el coste real del servicio, que es financiado en parte mediante impuestos, que pagan millones de ciudadanos que no usan el metro. Así funcionan las Administraciones Públicas: emplean la fuerza de la ley para obligar a los ciudadanos a que paguen bienes y servicios, sea que los consuman o no. Curiosamente, a muchos esto les parece justo.
Lo que ha hecho Metro de Madrid con Vodafone y otras empresas es permitir que utilicen sus infraestructuras como anuncios publicitarios, algo que, por cierto, hacen muchas empresas públicas en todo el mundo. Ello le reporta a Metro unos ingresos, cuyo destino será decidido por políticos y burócratas, y no por los propietarios del Metro, que, al ser público, se dice que somos «todos», cuando obviamente no es así, salvo en un sentido peculiar: nos obligan a todos a pagarlo.
Por lo tanto, señor Muñoz Molina, podríamos reflexionar sobre por qué a usted le parece un ultraje la publicidad de Vodafone, pero no le ofende la coacción sobre millones de personas que pagan el metro y no lo usan.
Finalmente, observemos el peor escenario para don Antonio, el más ultrajante resultado de la «derecha oscurantista, analfabeta, entregada a todos los especuladores». Ese espanto son las tiendas de la Gran Vía, que para el escritor es «un zafio shopping mall de franquicias». Es decir, le parece zafio aquello que la gente hace libremente, que procura empleo y bienestar a numerosas personas, y lo hace para colmo sin quebrantar los salarios y demás ingresos de otros ciudadanos.