Hace mucho tiempo que la izquierda dejó de ser marxista o, al menos, sólo marxista. El izquierdismo de, pongamos, los años 30, 40 ó 50 exigía realizar sacrificios intelectuales y lucir méritos externos. Los que se decían de izquierdas eran, a un tiempo, revolucionarios y tenían que estudiar las bases de una enmarañada teoría política sobre la que habría de levantarse el mundo del mañana.
Eso debía ir en consonancia con cierta actitud de desprendimiento ante lo material. El revolucionario era puro de cuerpo y de espíritu, un guerrero de la idea preludio del hombre nuevo que habría de llegar con el advenimiento de la fase final de la Historia: la sociedad comunista, sin dioses ni amos, perfectamente igualitaria y feliz.
Esto fue válido hasta, más o menos, los años 70 del siglo pasado. El estrepitoso fracaso del socialismo real en el este de Europa unido a las opulentas sociedades del oeste alumbraron un nuevo socialismo, una nueva izquierda que removió los cimientos de la antigua y parió lo que hoy conocemos como progresismo. Los teóricos, lejos de aprender del fiasco de la economía planificada, ensayaron una nueva fórmula sobre la base dialéctica de la antigua, añadiéndole una dosis letal de relativismo moral e irresponsabilidad individual.
Así quedó disociado lo interno de lo externo, es decir, se podía ser millonario y de izquierdas, o empezar siendo un revolucionario pobre para terminar sentado encima de una pila de dinero sin necesidad de cambiar ni una sola coma del guión, o, como suele ser lo habitual, utilizar el izquierdismo como trampolín para el enriquecimiento personal para luego dar lecciones de pobreza. Lo importante es la conciencia y, sobre todo, saberse situar en el lado de los buenos, de aquellos que Thomas Sowell bautizó como “los ungidos”.
Estos son los cimientos del pensamiento ambiente de nuestros días. La ideología que, con mayor o menor intensidad, ha terminado adoptando todo el arco político en las democracias occidentales. Es una manera de pensar que, lógicamente, sólo se pueden permitir las naciones prósperas, aquellas donde todavía impera la libertad individual, el respeto por los contratos y los mercados abiertos. Y son, precisamente estas tres bendiciones con las que quieren acabar los nuevos progresistas, que, aunque se denominen así, están empeñados en librar una batalla contra el progreso humano para congelar la Historia y moldear el mundo al antojo de sus prejuicios y limitaciones intelectuales.
En España hemos recibido dos tazas y media de este abstruso ideologema por culpa de la hiperlegitimación que la izquierda tiene desde la Transición. De ahí que casi todas las excentricidades políticas que se perpetran en la Europa Occidental tengan como sede nuestro país. La receta la patentó el grupo Prisa hace ya más de treinta años y desde entonces se ha ido refinando y perfeccionando. La caída del muro no hizo mella alguna en estos ungidos porque ellos están a salvo de cualquier cataclismo. Siempre tienen la razón y soluciones sorprendentemente fáciles para problemas irresolubles. Luego la realidad es que todo se reduce a marxismo para dummies, buenas intenciones y adoración por las minorías que, si no existen, se inventan para compartimentar la sociedad y esclavizarla mejor.
La riqueza, por ejemplo, es para ellos un bien dado que sólo tiene que repartirse de un modo lo más igualitario posible, por ellos naturalmente. La moral judeocristiana está caduca y es imposible adaptarla a los tiempos modernos, así que ha de sustituirse por una especie de conciencia cívica en la que ellos ejercen de sumos sacerdotes. El zapaterismo, con su corte de disparates y sinsentidos, ha sido la culminación práctica de un pensamiento débil, propio de niños de preescolar, que, como era de prever, ha terminado devastando el país en todos los ámbitos. No es casualidad que muchos analistas se refieran al sustento intelectual de Zapatero como “pensamiento alicia”, por el país de las maravillas, claro.
Esta vuelta a la infancia es, sin embargo, muy atractiva. Libera de responsabilidades de orden moral y otorga derechos infinitos a cambio de una sola obligación: obedecer a los políticos, que a su vez están guiados por una suerte de “sanedrín del progreso”. Aquí es donde entra en juego el nuevo tipo de militante: el ecologista, la feminista, el cooperante… y el periodista comprometido, que hace las veces de intelectual orgánico. El oficio de todos ellos consiste, esencialmente, en decir a la gente lo que tiene que pensar delimitando el campo de lo políticamente correcto. Fuera de él el averno de lo antiguo, dentro de él la modernidad.
Cien años después de Lenin y ciento cincuenta después de Marx el socialismo ha conseguido lo que buscaba, una sociedad anestesiada y despojada de valores y convicciones sobre la que se le puede imponer cualquier tipo de tiranía. En ello están, es sólo cuestión de tiempo que se salgan con la suya.