Su objetivo no declarado consistía en "cartelizar las fuentes de nuevo capital, y dirigir las nuevas ofertas de ahorro a empresas lo suficientemente grandes" y "congelar a las más pequeñas" (Rothbard, 2002). Pero su justificación era muy otra: proteger al inversor medio.
Antes, los propios mecanismos del mercado se encargaban de hacerlo. Tuvo que llegar la Administración Roosevelt, resuelta entusiasta del control, para dar vida a la SEC. Pero los objetivos declarados y reales de los organismos públicos jamás se cruzan, y es el caso de la SEC como lo es de la CNMV. Cualquier lector de este periódico sabe de los saltos en la cotización de las empresas días antes de ser opadas. El inversor no está entre sus preocupaciones, o al menos no sirve para defenderle. Y hace el mercado más opaco, en lugar de contribuir a su funcionamiento. La Bolsa de Madrid no necesitó una CNMV desde su nacimiento, a comienzos del XIX. Tampoco lo necesita ahora.
Los organismos públicos son como seres vivos. Luchan por sobrevivir y adquieren tantas funciones como les sea conveniente para aumentar su poder. Si interviniese cada vez menos pondría en peligro su misma existencia, por lo que está incentivada a sobreactuar. Especialmente si por hacerlo se lleva, como en 2006, 24 millones de euros, a medias con Economía.
Y no tiene que mostrar su probidad compitiendo en el duro mercado. Recuerden el caso Enron. Una gran empresa privada se encargaba de auditarla: Arthur Andersen. ¿Qué ocurrió con ella cuando se descubrió que no cumplía con su papel? Desapareció. La SEC, que en teoría iba a evitar casos como el de Enron, no sólo no se disolvió, sino que pidió más poderes. Vayamos ahora al vergonzoso asalto a Endesa. ¿Qué habría sido de la CNMV si, como Arthur Andersen, viviera de su propio prestigio? Habría desaparecido. Acaso esta sea la oportunidad de que lo haga.