Lo ideal es que triunfe la tesis pablista, que Iglesias blanda su verdadero yo, mostrándose tal como es y como piensa, sin ambages ni cortapisas, ya que de este modo encenderá a los suyos, pero a costa de asustar al resto.
Ahora que el aparato del PSOE se ha cargado a su fracasado y mediocre Pedro Sánchez, con la intención de recuperar parte de la sangría de votos sufrida durante los últimos años, conviene recordar que los socialistas no son los únicos que trabajan en redefinir su particular espacio ideológico, cuyo resultado marcará, sin duda, el presente y futuro de la política española a corto y medio plazo. Podemos se encuentra hoy en una disyuntiva similar, solo que de naturaleza muy distinta.
Así, desde 2014, mientras que el PSOE de Sánchez optó por imitar el discurso podemita para frenar la fuga de votos por su izquierda, Podemos ha maquillado su verdadera naturaleza totalitaria bajo el engañoso y falaz velo de la socialdemocracia nórdica para tratar de cautivar al mayor número de ingenuos posible, con el objetivo de alcanzar el poder. Hoy, sin embargo, ambas estrategias están en cuestión, puesto que la de Sánchez ha sido tumbada por los barones críticos y la de Podemos ha sido puesta en duda por el propio Pablo Iglesias.
«El gran debate de Podemos, a riesgo de que se entienda mal o banalice, es si debemos seguir siendo populistas o no». Así resumía Iglesias el pasado miércoles la tensa división de opiniones que, hoy por hoy, enfrenta a pablistas y errejonistas en el seno del partido. «Yo defiendo que debemos defender un Podemos que esté más lejos de la sociedad, que no se sitúe en la media de la sociedad. ¿Es más difícil atraer a los que faltan? Quizá, pero es más fácil que no se vayan los que se fueron (…) No queremos ser el reflejo de la sociedad sino un instrumento para cambiarla», explicaba Iglesias.
El núcleo del debate es, en el fondo, muy simple: o seguimos engañando a la población con el cuento de la socialdemocracia para rascar votos en el centro izquierda –posición que defiende Errejón–, o bien ensalzamos nuestro verdadero rostro de extrema izquierda, aunque ello genere miedo, para convencer a los indecisos –la posición actual de Iglesias–.
Según aclaró el líder de Podemos hace escasos días, «perdemos credibilidad cuando tratamos de presentarnos como moderados en las formas (…) Se nos percibió como unos mentirosos al decir que éramos socialdemócratas«. Como resultado, además de no atraer «a los que faltan», pierden a los que ya están, alega el líder podemita. Errejón, por su parte, el gran artífice de la estrategia electoral que ha seguido hasta el momento la formación morada, insiste en la manida herramienta de la transversalidad para que Podemos no genere miedo en buena parte de la sociedad, mostrando así su cara más amable y, por tanto, falsa.
Lo primero que cabe destacar aquí es que, gracias a este debate, Podemos, de entrada, admite al fin que es un partido populista que nada tiene que ver con la socialdemocracia, por mucho que sus simpatizantes y dirigentes hayan sostenido lo contrario durante estos dos largos años. Pero, llegados a este punto, ¿quién tiene razón?
Son muchos, y no siempre propios, los factores que pueden influir en el éxito electoral de una u otra estrategia, desde el liderazgo político y el contexto económico hasta los escándalos de corrupción o los graves errores que cometa el bipartidismo. Sin embargo, más allá de quién gane esta particular batalla interna, lo mejor para los intereses de los españoles, al menos a priori, es que se imponga la tesis pablista. Y ello por tres razones básicas.
En primer lugar, porque, si bien Pablo es la cara, Errejón es el gran cerebro de Podemos. No en vano, su maniquea transversalidad ha cosechado un éxito histórico para la extrema izquierda en España, impensable hasta hace bien poco, tras alzarse con una representación inédita en el actual marco democrático. En este sentido, conviene recordar que Podemos entró en la política nacional siendo un completo desconocido, sin más ideología que la de cargar contra «la casta» para aprovecharse del descontento generalizado que la combinación de crisis y corrupción había provocado en la sociedad.
Casi nadie, salvo contadas excepciones, conocía de antemano la naturaleza comunista de la formación y los estrechos vínculos chavistas de sus máximos dirigentes. Podemos utilizó esa ignorancia generalizada para articular su ya conocido eje casta-pueblo frente al tradicional izquierda-derecha, es decir, ese discurso populista con el que, a finales de 2014, llegó incluso a encabezar las encuestas.
En segundo lugar, porque es, precisamente, la pérdida de transversalidad lo que explica, en gran medida, el deterioro posterior que ha venido sufriendo en los sondeos. Así, mientras que en octubre de 2014 menos del 40% de los encuestados identificaba a Podemos con un partido de extrema izquierda, el pasado mayo, antes de las segundas elecciones generales, ese porcentaje ascendía al 52%, según el CIS. De hecho, tan sólo el 11% de los españoles ubica hoy a Podemos en el centro político, frente al 55% del PSOE. En una escala de 1 a 10, siendo uno izquierda y 10 derecha, los votantes otorgan a Podemos una posición ideológica de 2,19 puntos, mientras que el PSOE obtiene 4,6, en línea con la definición media de la mayoría de españoles (4,67).
La evidencia, hoy inapelable, de que la cúpula de Podemos emerge del comunismo, la extrema izquierda y los movimientos antisistema, sumada a su reciente coalición con IU, ha ido desbaratando, poco a poco, ese discurso transversal con el que se presentó inicialmente ante el electorado, con la consiguiente pérdida de credibilidad que denuncia Iglesias y la lógica sensación de miedo que tanto teme Errejón.
Y puesto que las elecciones en España se ganan en el centro, será muy difícil que Podemos logre convertirse en una fuerza mayoritaria. No es una excepción. Comunistas de la talla de Castro o Chávez ocultaron convenientemente sus proyectos totalitarios hasta alcanzar el poder, al igual que «Lenin no dijo en 1917 comunismo, sino paz y paz», tal y como recordaba Pablo Iglesias antes de entrar en política.
El engaño y la mentira son las herramientas más habituales en la política. El problema es que a Podemos hace tiempo que se le cayó la careta, de ahí que su estrategia inicial no surta ahora el mismo efecto. ¿Qué hacer? Iglesias aboga por la línea dura para mantener la fidelidad de los suyos, confiando en que tarde o temprano logrará atraer a la extrema izquierda a votantes que hoy se sitúan en el centro, puesto que está convencido de las bondades del comunismo.
Errejón, por el contrario, es mucho más frío, calculador y sibilino, consciente de que el populismo, materia que domina a la perfección, sigue siendo la llave con la que abrir las puertas del poder. Su tesis es, sin duda, la más peligrosa y eficaz. La mayor dificultad, en este caso, estribaría en cómo domesticar al arrogante y orgulloso comunista que tiene por jefe para vender un discurso socialdemócrata en el que no cree y cuyo engaño parece que ya no está dispuesto a mantener por más tiempo. Mucho tendría que cambiar Iglesias y muy ingenuos o ciegos ser los españoles para tragar con semejante sapo.
Lo ideal, por tanto, es que triunfe la tesis pablista, que Iglesias blanda su verdadero yo, mostrándose tal como es y como piensa, sin ambages ni cortapisas, ya que de este modo encenderá a los suyos, pero a costa de asustar al resto. Los dictadores que se sirven de las urnas para alcanzar sus liberticidas propósitos no son temidos, sino aclamados por la multitud. «Así es como muere la libertad, con un estruendoso aplauso», ¿recuerdas, Pablo?
Además, y ésta es la tercera y última razón para defender un Podemos pablista, en el hipotético caso de que Iglesias lograse convencer a la mayoría del país de las ventajas del estatismo trasnochado, los españoles, simplemente, tendríamos justo lo que nos mereceríamos, pero sin engaños.