Quieren regulación y supervisión draconiana. En EEUU ya cuentan con una nueva legislación, y el resto del mundo está preparando el terreno con Basilea III (nótese que se trata ya del tercer parto regulatorio, con los nulos resultados que hoy padecemos).
¿Qué tendrán los bancos y las compañías financieras para que deban soportar una mayor regulación que el resto del sector privado? Sí, podemos decir que son empresas opacas, o sombrías, pero la duda sigue siendo razonable. ¿Qué diferencia al bancario de los demás sectores? ¿Qué le hace tan peligroso para que haya de estar tutelado por numerosos organismos públicos? Una cosa, esencialmente una: los privilegios que el Estado le ha conferido.
Decía Bastiat que el Estado era una gran ficción por la cual todo el mundo trataba de vivir a costa de los demás; pero lo cierto es que lo que te da con la mano izquierda te lo quita con la derecha. Pues bien, con la banca sucede algo parecido: después de inflarla a privilegios que serían incomprensibles si la beneficiaria fuera una compañía mercantil al uso, quienes la inflaron insisten ahora en que es absolutamente necesario hipercontrolarla.
En fin: tantas prebendas se les han entregado, que los bancos han terminado por convertirse en una bomba de relojería.
Repasemos: primero se presiona a los bancos centrales para que refinancien a todos los bancos privados, es decir, también a las entidades ilíquidas e insolventes; luego, cuando los propios bancos centrales se han convertido en estercoleros incapaces de manejar sus pestilentes activos, se suspende temporal o permanentemente la convertibilidad de sus pasivos: es decir, se concede al sistema bancario el privilegio de que… ¡no pague sus deudas! Acto seguido, los papelitos impagados de los bancos centrales (y de los bancos privados) se convierten en dinero de curso forzoso, al que se protege con toda una serie de intervenciones (prohibición de la tenencia de dinero alternativo, obligatoriedad de abonar los impuestos con dinero fiduciario, sujeción del dinero alternativo al impuesto sobre las plusvalías…), y finalmente, merced a esa sustitución monetaria, los bancos privados adquieren la capacidad de incrementar su iliquidez tanto como lo deseen: los bancos centrales devienen prestamistas de última instancia que protegen al chiringuito financiero del colapso originado por su cadena de impericias.
La suerte está echada. El Estado, al proteger al sistema financiero de sus propias temeridades –diría más: al promover activamente que las cometa–, coloca el patrimonio de todos nosotros al borde del abismo. Si cae el castillo de naipes de la banca, caemos nosotros. Simplona conclusión socialista: como se trata de un sector tan sensible, y con tantas ramificaciones, no queda más que domeñarlo, esto es, someterlo a los designios del poder político.
Ya tenemos, por consiguiente, el cuadro al completo: el Estado habilita a la banca para que cometa tropelías con total impunidad y sin que afronte el riesgo de la quiebra, y luego, cuando las consecuencias toman las más espantosas de las formas, clama que el negocio bancario es harto peligroso si no se le cargan fabulosos contrapesos.
¿En qué contrapesos está pensando el Gobierno? No, desde luego, en los que mejor funcionan, aquellos que operan en el mercado libre y que taimadamente quitó de en medio. Y es que el Estado no está interesado en regresar a un modelo de banca prudente y al servicio de sus clientes; más bien pretende emplear los privilegios bancarios en provecho propio.
De hecho, es lo que está haciendo en estos mismos momentos. ¿O quiénes creen que están sufragando los descomunales déficits públicos con que los gobiernos están machacando a las generaciones venideras? Pues… la misma banca a la que presuntamente se quiere doblegar. El contubernio entre el poder público y el sector financiero no es nuevo: los políticos despilfarran, los banqueros se lucran y la sociedad paga los platos rotos. Ahora, más que nunca, si cabe.
No hay otra. Señores políticos: si de verdad quieren poner fin a los desmadres crediticios, desregulen. Pero desregulen de verdad. Es decir, liberalicen. No se enroquen en un sistema que ora promueve el crecimiento del crédito, ora nos arrastra al estancamiento.