Es la observación de la naturaleza la que me empuja a reclamar un mayor desarrollo de nuestra capacidad crítica.
El engaño, en todas sus formas, es un arma poderosa y pacífica que logra derribar imperios, enfrentar familias o encumbrar al miserable, si el perpetrador tiene el arte y la paciencia suficiente. Durante toda mi vida como economista me he encontrado ante reglas de oro que han sido atropelladas por políticos de aquí y allá; la historia económica nos ofrece un ramillete bien amplio de ejemplos en los que tales políticas económicas han llevado a las naciones a la ruina, y que siguen siendo adoptadas por gobernantes educados en buenas universidades, nacionales o extranjeras, privadas o públicas. Siempre me sorprendo ante esta pertinaz ceguera. ¿Cómo es que nos dejamos engañar? ¿O simplemente no se acaba de entender el razonamiento a pesar de que sea tan obvio? Enseñar en primero de licenciatura implica ser consciente de que los alumnos no vienen de casa sabiendo determinar el excedente del consumidor o la razón por la que las curvas de costes tienen forma de U. Pero cuando se ha explicado millones de veces la misma piedra del camino, no ya en las aulas a adolescentes tardíos, sino en periódicos españoles, extranjeros, en papel, digitales, en televisiones y radios, y no hay manera de que políticos y pueblo se den por enterados, hay algo que se nos está pasando por alto, algo realmente importante. El engaño, que forma parte de nosotros mismos, es una estrategia a menudo más efectiva que decir la verdad. Todo depende de cuál sea el objetivo.
Si lo que se pretende es simplemente estabilidad y no meterse en líos, especialmente si exige mucho esfuerzo, ya sea mental o físico, entonces usted necesita protegerse con el paraguas de la mentira, la media verdad o el disimulo. Es como una capa de invisibilidad que le va a permitir no estar al tanto de temas que le cuestionarían en su esencia, o en sus principios, y le forzarían a mover ficha, a tomar medidas. Las grandes mentiras económicas de todos los tiempos se mantienen vigentes, además, porque están sustentadas en el pilar del deseo de poder. El maestro del engaño necesita esa trampa para manipular a los dominados. Es mucho más fácil y menos costoso manipular que obligar por la fuerza a alguien, y aún más si se trata de un grupo. Una sola persona puede inducir a un número elevado de desconocidos a entregarle sus armas, su dinero, la educación de sus hijos, la máquina de imprimir billetes, el control de los medios de comunicación, y todo sin despeinarse, sin derramar sangre y sin cansarse mucho. En otras ocasiones, los que relevan en el poder al maestro del engaño, incluso si no tienen tanta pericia en la impostura, se amoldan a la estructura de la mentira planeada por el más habilidoso. Y se oficializa. Por ejemplo, según me dicen quienes sí votan en los diferentes comicios, está permitido mentir en campaña electoral.
Con mucha más razón se mantienen los errores económicos. Porque no solamente son perpetuados por los políticos y lobbies a quienes benefician particularmente. Es que además se enseñan en las universidades, donde no se ponen en cuestión, porque estos centros se han transformado en la patria del mainstream, el paraíso de la corriente principal. Las instituciones evolucionan al ritmo marcado por la sociedad en la que están. Así que no es de extrañar que las universidades occidentales ya no sean lo que Oakeshott denominaba un “lugar de aprendizaje”. Decía John Stuart Mill en 1867 que si hay algo que no es la universidad en el entorno de la educación de una nación es un centro de educación profesional. Su idea es que las universidades enseñaran, sobre todo, a mantener la mente abierta y el sentido crítico despierto. Eso implicaría, entre otras cosas, profundizar en los autores no ortodoxos, descubrir el valor de los pensadores con quienes no compartes ideología, y aprender a rebatir argumentos, no a partir de la cita de mil y un predecesores, sino desde tu propia lógica. Super incómodo.
Sin embargo, esta sociedad está repleta de lo que Arnold Matthew llamaba “filisteos”, señalando a personas de mente estrecha y pomposa, acomodaticias, de moral convencional, que miran la vida desde un punto de vista materialista y sin capacidad para apreciar los valores de la cultura y la estética. La verdadera formación del espíritu crítico no está de moda, hoy en día. Importa más la cuota de pantalla o los followers. Es mucho más relevante el reconocimiento de tu tribu, liberal o no, que ser capaz de cuestionar hasta qué punto los impuestos han dejado de tener sentido o no, o si el salario mínimo está machacando a los trabajadores más jóvenes y más vulnerables. Pero ¿por qué es tan importante desarrollar este ideal tan noble que seguro que resulta trasnochado para muchos?
No me invade un efluvio romántico ni siento nostalgia por los siglos pasados (que no viví) por mis estudios en historia de las ideas económicas. Es la observación de la naturaleza la que me empuja a reclamar un mayor desarrollo de nuestra capacidad crítica. Por más que el engaño forma parte de nuestro comportamiento desde que aparece el lenguaje, por más que sea una conducta eficiente para el mentiroso, los seres humanos hemos desarrollados métodos para la detección y exclusión del manipulador. Consiste en que la propia sociedad observe, cuestione, detecte, denuncie y repruebe ese comportamiento. Mucho esfuerzo si, como decíamos al principio, de lo que se trata es de vivir tranquilos y estables. No importa que los bancos centrales sean, desde su nacimiento, instituciones privilegiadas, no independientes de los gobiernos, que tienen fines propios. No importa que la educación de nuestros niños esté sometida a adoctrinamientos varios, unos más políticamente correctos que los otros. No importa que nuestras universidades sean “dispensadores” de títulos que te permiten acceder a un puesto de trabajo. Mejor que me engañen. Sea.