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Por qué no debemos cerrar las bolsas

Publicado en El Confidencial

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Que caigan cuanto tengan que caer, para reflejar en sus cotizaciones la gravedad de las expectativas actuales con respecto a nuestro futuro.

Las bolsas mundiales se han desplomado desde que se constató que el Covid-19 era mucho más que un ‘virus chino’ y que había penetrado de lleno en el corazón de Europa y de Estados Unidos: en apenas un mes, el Ibex 35 se ha desmoronado un 36%, el Dax se ha dejado el 34% de su capitalización y el Dow Jones ha visto esfumarse el 35% de su valor (de modo que todas las ganancias acumuladas durante tres años de era Trump han desaparecido en tan solo 30 días).

A tenor de estos colapsos, han sido muchos los que han propuesto cerrar las bolsas. Si nuestras economías reales están en cuarentena, si todos se están sacrificando para vencer al virus quedándose en casa, ¿por qué los casinos financieros han de continuar abiertos? ¿Por qué no adoptar la medida extraordinaria de clausurar temporalmente las bolsas para que dejen de alimentar el pánico entre los ciudadanos con sus contundentes, y casi diarias, caídas? El argumento podría parecer sugerente para quienes se revuelven estomacalmente contra los mercados, pero constituiría un error elemental en tanto en cuanto la bolsa desempeña ahora mismo dos servicios altamente valiosos: suministra liquidez a aquellos que la necesitan más urgentemente y proporciona información al resto de la sociedad sobre cuáles son las perspectivas económicas actuales.

Primero, la bolsa únicamente es un mercado organizado donde se compran y se venden acciones: quienes poseen acciones y necesitan dinero se ponen en contacto con quienes tienen dinero y quieren acciones. Gracias a esta plataforma, los inversores pueden liquidar (convertir en líquido) sus activos financieros. Dado que nos encontramos en una potencialmente devastadora crisis de liquidez, lo último que necesitamos en estos momentos es eliminar las escasas vías mediante las cuales los agentes económicos pueden conseguir esa tan preciada liquidez: por ejemplo, en mi último artículo, propuse que los ciudadanos fueran autorizados a rescatar sus planes de pensiones antes de la jubilación (y, a ser posible, sin penalización fiscal), pero si los mercados financieros se cierran, entonces esta opción dejaría de estar disponible. Perderíamos así uno de los mecanismos más importantes para dirigir la liquidez existente hacia aquellos que la necesitan más. Por supuesto, uno podría afirmar que las cotizaciones de la práctica totalidad de empresas se hallan ahora mismo a precios demasiado irrisorios como para autorizar la venta de acciones, pero quien ha de decidir si su urgencia de tesorería es lo suficientemente grande como para justificar vender a precios como los actuales no es el presidente del Gobierno en nombre de todos, sino cada uno en su propio nombre.

Segundo, la bolsa no solo es un mecanismo para transportar liquidez hacia aquellos inversores que la necesitan sino que también actúa a modo de escaparate de información: el mercado de valores recoge cuáles son las expectativas inversoras sobre la marcha futura de las empresas y, por tanto, sobre el conjunto de la economía. Es, en otras palabras, un termómetro sobre las perspectivas de aquellas personas que están diariamente captando y procesando información para evaluar el rumbo que va a seguir nuestra economía (a veces accediendo incluso a información que no está disponible, o fácilmente disponible, para el resto de la población). Prescindir de ese altavoz informativo simplemente porque nos desagraden los mensajes que nos transmite sería tanto como proponer cerrar los periódicos o las redes sociales porque su labor comunicativa nos mantenga en alarma en lugar de anestesiarnos complacientemente. Han sido las fuertes caídas de las bolsas, de hecho, las que nos han avisado de que la negligente pasividad con la que se han comportado desde hace un mes la inmensa mayoría de políticos occidentales no debía resultar en absoluto tranquilizadora para quienes aspiran a ver derrotado al virus con el menor quebranto económico y social posible.

En definitiva, no hay ninguna razón de peso —más allá que los propios prejuicios anticapitalistas— para cerrar las bolsas en medio de la crisis actual. Que caigan cuanto tengan que caer, para reflejar en sus cotizaciones la gravedad de las expectativas actuales con respecto a nuestro futuro. Y si alguien considera que los inversores están comportándose de un modo irracional al vender a precios absurdamente reducidos, ya sabe qué puede hacer: aprovechar las rebajas para comprar y acumular unos activos financieros que, desde su particular punto de vista, terminarán arrojando fortísimas plusvalías en el medio plazo.

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