Después de seis meses mareando la perdiz (también es cierto que se trataba de una perdiz muy grande), Theresa May parece decidida a enfrentar el toro del Brexit. No le quedaba otra. Un primer ministro de recambio que ni siquiera ha salido de las urnas está ahí para eso y para ninguna otra cosa más. Luego, si esto le sale bien, podría optar al cargo en las siguientes elecciones, que se celebrarán en 2020 cuando todo esto haya concluido, esperemos que de la mejor manera posible.
Pues bien, May ha puesto fecha a la ruptura y lo acompaña de un manual de instrucciones para que el proceso se culmine con éxito. La fecha será a partir del mes de marzo de este año y el manual se condensa en doce puntos. Si todo le sale como está previsto, es decir, si los negociadores de Bruselas decidiesen darlo todo por bueno, el Reino Unido pasaría a vivir en el mejor de los mundos. Para lo bueno serían un país de la Unión Europea, para lo malo serían extracomunitarios. Precisamente por eso es complicado que estos doce puntos terminen convirtiéndose en doce realidades, al menos tal y como han sido concebidas en el 10 de Downing Street.
El primero de los puntos es el relativo a la certidumbre, la certainty. Es decir, que no hará locuras, ni se dejará llevar por las pasiones, ni improvisará sobre la marcha. Tiene lógica, cada vez que se presenta su otra cara, la uncertainty, se cae la libra esterlina y arrecian las amenazas de abandonar la City por parte de los bancos.
El segundo punto tiene que ver con la Justicia. May quiere desde el principio desconectarse judicialmente de la Unión. Por judicialmente hay que entender el abandono unilateral del Tribunal de Justicia europeo. Eso, que dicho así parece fácil, en la práctica puede transformarse en una pesadilla. Este tribunal tiene muchas más competencias de las que solemos pensar. Aparte de velar para que el derecho de los diferentes países miembros se aplique en todos ellos por igual, es el supervisor de una miríada de agencias de las que el Reino Unido se vale para infinidad de cosas. El Sistema de Información Schengen, por ejemplo, o el intercambio de datos penales entre países miembros de la UE, ambos extremadamente útiles en los tiempos que corren. La desconexión judicial podría ocasionarle más de un quebradero de cabeza porque, como en casi todo, Bruselas tiene la sartén por el mango.
El tercer punto va dirigido a los independentistas escoceses. La primera ministra quiere unidad, esto es, que no se la líen mientras desviste al muñeco. Para ello ha prometido consultar cada uno de los pasos con los escoceses, pero también con los galeses y los irlandeses del norte. Si el patio se le desmanda todo se irá al garete. El problema es que es bastante factible que se le desmande, especialmente la parte septentrional del patio. Los del Partido Nacional Escocés llevan meses agitando al personal con un segundo plebiscito, que esta vez ellos creen que ganarían de calle.
El cuarto punto es para sus vecinos de Irlanda (la república no la del norte). Irlanda es el único país que tiene frontera terrestre con el Reino Unido. Una frontera, por cierto, muy larga, de casi 500 kilómetros. Es también el país con el que más relaciones comerciales y humanas mantiene, aunque solo sea por la cercanía geográfica y por el hecho de que hablan la misma lengua. Su idea es que las fronteras con Irlanda sigan abiertas a todos los efectos. Los irlandeses, digo yo, estarán encantados porque a nadie le gusta tener que atravesar una garita fronteriza. Pero eso crearía un problema. Irlanda se convertiría en un coladero. No habría más que volar a Dublín desde cualquier punto de la Unión Europea y desde allí tomar el tren a Belfast. Todo sin necesidad de atravesar control ninguno. Todo el tinglado fronterizo construido a cuenta del Brexit se vendría abajo. Eso o integrar a Irlanda en el Reino Unido a efectos aduaneros. Algo así como lo que sucede cuando se viaja a Canadá desde fuera, que se entra también en los Estados Unidos. Es una posibilidad, pero no se yo si eso será posible dentro de la UE.
Y esto nos lleva directos al quinto punto, el que tiene que ver con la nueva política fronteriza con el resto de la UE. May quiere acabar con la libre circulación de personas, pero no con todas. Los “mejores y más brillantes” podrán seguir acudiendo a Gran Bretaña y allí serán bien recibidos. Para poner esto sobre el papel solo se me ocurre la creación de un programa como los que tienen en Australia y Nueva Zelanda para atraer inmigrantes cualificados de Europa y Norteamérica. Es un sistema bueno, pero Gran Bretaña no está en el otro lado del mundo, a dos océanos de distancia, está donde está, a 30 kilómetros del campamento de refugiados de Calais.
Aquí se nos presentaría otro problema. En el caso de que May cerrase a cal y canto las fronteras no puede ignorar que dentro de ellas ya hay tres millones de ciudadanos de la UE residiendo legalmente. Puede expulsarles, pero no sería serio y además, violaría el primero de los puntos, el de la certidumbre. Sacar tres millones de personas de un país de un golpe sería, además, un drama humano de consecuencias imprevisibles, un tremendo varapalo a la economía británica, porque esos tres millones no están tocándose las narices y trincando subsidios del Gobierno. La gran mayoría viven honradamente de su trabajo, crean riqueza y pagan religiosamente sus impuestos. Una medida así tendría como corolario la expulsión de todos los británicos en la UE, y no son pocos precisamente. En la Unión residen un millón doscientos mil británicos, un tercio de los cuales están en España. Este sería el sexto punto.
¿Qué hacer con los cuatro millones y pico de personas entre británicos y comunitarios que viven a un lado y al otro del canal? Lo más realista sería reconocerlo como un hecho consumado y conceder automáticamente a todos la residencia permanente. Solo haría falta poner una fecha. Por ejemplo, todos los europeos que residían en el Reino Unido el 26 de junio de 2016 (día del referéndum) pasan a ser residentes permanentes. Y lo mismo con los británicos que viven en la Costa del Sol o en las Canarias.
El séptimo punto tiene que ver con los derechos laborales ya que algunos de los que disfrutan hoy los trabajadores británicos no están reconocidos por su legislación, sino por la europea. Valga como ilustrativo ejemplo el de las vacaciones pagadas, que fueron una imposición comunitaria. En este caso May se las tendrá que ver con los laboristas locales y no con Bruselas, porque es probable que los tories aprovechen la circunstancia para hacer limpieza en la regulación laboral, parte de la cual han ido importando desde el continente durante los años de pertenencia a la UE.
El octavo punto es uno de los más polémicos. May aspira a alcanzar un gran tratado comercial con la Unión que incluya la libre circulación de bienes y servicios. Esto es así porque el Brexit duro implica el abandono del Mercado Único, de modo que habría que buscar algo parecido. Pero eso no depende solo de ella. Bruselas puede ponérselo más difícil o menos, puede, incluso dilatar sine die la cuestión a modo de castigo. Aproximadamente la mitad del comercio británico es con los países de la UE. Con esto creo que ya está dicho todo.
El noveno punto estaría enlazado con el octavo. Si el Reino Unido deseuropeiza su comercio tendrá que abrirse más y mejor al resto del mundo. Londres tendría que ir concertando acuerdos comerciales con otros países al margen de la UE, tendría también que establecer su propia política arancelaria y ajustar la regulación a su gusto. Esto está muy bien pero choca frontalmente con la voluntad de permanecer de facto en el mercado único. Noruega, por ejemplo, no está en la UE pero a efectos comerciales es como si lo estuviese ya que tiene que cumplir buena parte de la legislación y las normativas europeas. Es el precio que paga por acceder al mercado único.
El planteamiento de Theresa May sería algo así como estar dentro para lo bueno pero fuera para lo malo. De conseguirlo el Reino Unido se convertiría en puente obligado de paso para introducir bienes en la UE saltándose su barrera arancelaria y regulatoria. Un exportador de cualquier otro lugar del mundo colocaría sus mercaderías en Southampton, liquidaría el arancel británico (más bajo que el europeo) y expediría la mercancía al continente sin necesidad de pasar ninguna aduana más. Muy bonito sí, pero imposible. En Bruselas son malos, pero no tontos.
El décimo punto es más vaporoso, tiene que ver con la colaboración en materia de investigación científica y tecnológica. Las universidades británicas son punteras en estos temas y actualmente se benefician de las redes universitarias paneuropeas. El problema es que, en muchos casos, estas redes están bien lubricadas con fondos de la UE. Aquí Bruselas podría decir que no, que los dineros del contribuyente europeo solo van a universidades europeas. Y quien paga manda.
El decimoprimer punto es gemelo del anterior pero en lo relativo a seguridad. Aquí entiendo que no habrá ningún problema por la cuenta que les trae a ambos aunque, eso sí, si se desconectan del Tribunal de Justicia lo harán también del sistema de Información Schengen y la policía británica quedaría al albur de lo que sus colegas continentales quieran compartir con ellos.
El duodécimo y último punto es sobre los plazos. May quiere que no se demore más de dos años y que se haga de un modo suavemente ordenado, lo que nos llevaría de cabeza al primero de los puntos, la certidumbre. Dos años debería ser tiempo más que suficiente si hay voluntad por ambas partes.
Como puede verse, el programa es ambicioso, demasiado a mi juicio. Puede estancarse en cualquiera de sus puntos o terminar rompiéndose, pero Theresa May al menos tiene un plan, cosa que no se puede decir lo mismo de los señoritos de Bruselas, que llevan meses esperando con la daga entre los dientes para devolver el ultraje al que fueron sometidos en público a principios del verano pasado.