Como todo tirano alucinado, los políticos del Gobierno están exentos de sus leyes. Salgado nos ha servido el ejemplo de la publicidad engañosa. No hay organización en el mundo que realice una publicidad engañosa más evidente y dañina que el Gobierno. Prometen, como dice Salgado, "dietas milagro" que acaban siendo un penoso lastre para todos nosotros. Es una dieta donde se sacrifica la libertad y la elección para obtener algo tan abstracto como la felicidad, que luego nunca llega.
Por ejemplo. Zapatero prometió "un Gobierno que no intervenga en la economía" y tenemos la economía más intervenida de toda la democracia. Prometió tarifas "asequibles" para la conexión a Internet y estamos igual que como empezamos. Esto lo podemos extender a la vivienda, al terrorismo o al "capitalismo de amigotes" que tanto gusta al presidente manejando las empresas como si fueran fichas del Monopoly. Sus promesas de alegría, felicidad y progreso se han traducido en mayor presión fiscal, continua desaceleración productiva, más regulaciones, menor poder adquisitivo, multas de todo tipo y monopolios mejor consolidados, especialmente mediáticos. Si aplicásemos la lógica de Salgado al Gobierno, todo el equipo socialista tendría que ir a la cárcel y pagarnos unas indemnizaciones astronómicas para compensarnos.
El Gobierno aumenta día a día su tamaño. La ministra de Sanidad, tras su particular guerra fallida contra el tabaco y las drogas, ahora nos ordena cómo hemos de adelgazar y cómo no. Si aún cree que el Gobierno impondrá un control imparcial, sin cargas, que nos salvará de las "malas prácticas empresariales" o que eliminará de un plumazo la anorexia o bulimia, es que vive en otro planeta.
Para el observador incauto, esta nueva guerra contra la "publicidad engañosa" (la privada) es un soplo de esperanza que producirá una mayor felicidad. Lo que no parecen ver los socialistas es un principio económico básico, y es que las continuas regulaciones crean barreras, reducen la productividad, la innovación, la competencia, aumentan la presión al contribuyente, son partidistas y consolidan o levantan monopolios. Sólo las mayores empresas pueden permitirse un mercado burocratizado, por eso las grandes firmas suelen apoyar las medidas del Gobierno: les libera de competencia y les permite establecer altos precios de venta al cliente final. Además, el intervencionismo jamás acaba solucionando nada. Todo acaba desembocando en un tráfico de favores. Es lo que la escuela del Public Choice llama logrolling, lo que siempre se ha llamado quid pro quo (dar algo por algo) o lo que los españoles conocemos por "mamoneo" y "cultura del pelotazo". Las decisiones masivas y pacíficas del mercado, de la gente, son sustituidas por la parcialidad e intransigencia del burócrata y su capacidad para legislar.
Pero hay más. El control gubernamental nos convierte a todos en víctimas del Estado y potenciales delincuentes. Miremos la lucha contra las drogas. A muchos les parece loable que el Gobierno se meta en lo que otros consumen, pero ¿estarían también de acuerdo en que el Gobierno les obligara a perseguir y espiar a los que les rodean? Eso pretendió Salgado. Quería que los camareros vigilaran a sus clientes para ver si consumían drogas. Después de anunciar su propuesta, tuvo la desfachatez de decir que no quería convertir a los camareros en policías.
Las dietas milagro de una sociedad mejor y feliz son un gran embuste, como nos enseña la Historia. Las promesas políticas incumplidas no penalizan la mala gestión ni la irresponsabilidad como nos ocurre a nosotros, sino que sirven al Gobierno para tomar más fuerza, conduciéndonos, inevitablemente, a la servidumbre y a la pobreza.