En España, la desigualdad injusta supone el 25% de la desigualdad total, uno de los porcentajes más elevados de Europa.
¿Es la desigualdad injusta? Probablemente, la respuesta más popular a esta pregunta la proporcionó John Rawls al señalar que el desigual reparto de los recursos no es injusto siempre que se respete la igualdad de oportunidades en el acceso a las distintas posiciones sociales (como el empleo) y que, además, las desigualdades existentes estén contribuyendo a mejorar la calidad de vida de los más desfavorecidos. Como es sabido, Robert Nozick rechazó frontalmente esta idea y apostó por una concepción de justicia puramente procedimentalista: si una determinada distribución de recursos (por desigualitaria que esta sea) es el resultado de decisiones individuales perfectamente justas, entonces tal distribución de recursos será a su vez justa.
En principio, ambas concepciones de justicia podrían parecer antagónicas (y en gran medida lo son), pero tienen un área de intersección importante: la presencia de instituciones parasitarias que violenten los derechos individuales (y que, en consecuencia, den lugar a distribuciones de recursos injustas para Nozick) también tenderán a generar desigualdad de oportunidades y a perjudicar sobremanera a los excluidos en el reparto del botín (dando lugar a distribuciones de recursos injustas para Rawls).
Por ejemplo, restringir lobísticamente el acceso a ciertas profesiones (médicos, abogados, financieros, etc.) conculca la libertad individual, no respeta la igualdad de oportunidades, pauperiza a los usuarios de tales servicios y, en última instancia, alimenta una modalidad de desigualdad que resultaría injusta tanto para Nozick como para Rawls. En suma: la desigualdad debida a la captura de rentas mediante instituciones extractivas (el famoso ‘crony capitalism’) resulta rechazable/injusta tanto para un liberal como para un socialdemócrata.
¿Cuánta de la desigualdad que observamos actualmente encaja dentro de esos parámetros de injusticia? Quienes desean instrumentar políticamente la desigualdad —apelando a nuestros más bajos instintos igualitaristas— argumentan que toda, o la mayor parte, de la desigualdad actual tiene un origen injusto. No parecen dar cabida a la posibilidad de que la desigualdad de rentas se deba a factores no moralmente objetables como las diferencias de esfuerzos (trabajar más o menos horas al día), de talentos (diversidad de habilidades y de grados de formación) o de elecciones vitales (trabajos odiosos pero bien pagados, trabajos agradables pero mal pagados o permanecer en casa cuidando a los hijos).
Por fortuna para quienes no nos dejamos seducir por los cantos de sirena del populismo igualitarista, los economistas Paul Hufe, Ravi Kanbur y Andreas Peichl han publicado hace unas semanas un ensayodonde efectúan una medición de la ‘desigualdad injusta’ que nos permite distinguir entre una y otra dentro de nuestras sociedades. Para ello, adoptan una óptica fundamentalmente rawlsiana (que no nozickiana, aun cuando puedan solaparse en algunos puntos): la desigualdad es injusta siempre que se deba a circunstancias fuera del alcance de la elección personal del individuo (como su sexo, raza, lugar de nacimiento o nivel de renta de los padres) o siempre que mantenga a una parte de la población en la pobreza (definida como unos ingresos por debajo del 60% de la renta mediana). El resultado es que solo el 17,6% de la desigualdad actualmente existente en los 31 países europeos examinados tiene un origen injusto (y del 32,6% en EEUU).
En nuestro país, la desigualdad injusta prácticamente supone el 25% de la desigualdad total, uno de los porcentajes más elevados de Europa. La mayor parte de la injusticia de nuestra desigualdad es atribuible a la densidad de familias españolas que viven por debajo de la línea de pobreza: un fenómeno fuertemente asociado a la crisis y a nuestro disfuncional marco laboral que amplifica los efectos de esa crisis sobre una parte de la población trabajadora (parados y temporales). Sin embargo, diría que ese no es el rasgo más significativo de nuestra desigualdad injusta (aunque tal vez sí sea el más urgente de remediar), dado que muchos otros países europeos comparten un problema análogo.
Lo más llamativo es que España es el quinto país de Europa (detrás de Bulgaria, Hungría, Rumanía y Luxemburgo) en el que la desigualdad de oportunidades explica un mayor porcentaje de nuestra desigualdad total. De hecho, se trata de un factor incluso más relevante que en EEUU (economía donde el ‘rent-seeking’ tiene una fuerte influencia). Sin duda, existen muchos factores que, tal cual los autores definen “igualdad de oportunidades”, podrían explicar nuestra mala calificación en este apartado: pero dos de esos factores —a buen seguro determinantes—son las restricciones a la competencia y un fallido sistema educativo que no responde a las necesidades del mercado (sino de políticos y burócratas).
Siendo así, aun partiendo de concepciones divergentes sobre la desigualdad injusta, existirá un amplio espacio de entendimiento entre liberales y socialdemócratas para combatir aquella desigualdad que ambos consideran improcedente: la generada por la mala regulación laboral, por las limitaciones a la competencia y por la planificación desnortada de la educación. Incrementen la libertad en estos tres campos —mercado laboral inclusivo, libre acceso a las distintas profesiones y sistema educativo orientado a la formación real del alumno— y así también tendremos menos desigualdad injusta.