El texto final queda bastante lejos de lo que inicialmente pretendía el presidente, que no era otra cosa que un modelo en el que el Estado entrara como un elefante en un hospital a hacerle competencia directa y desleal a todos los médicos y compañías de seguros mediante un seguro público impuesto a trompazos. Como su idea resultaba demasiado radical hasta para los compañeros del Partido Demócrata, tuvo que conformarse con dar un paso hacia su anhelado sistema público en vez de decretarlo de golpe y porrazo.
Durante este año Obama ha concentrado todas sus fuerzas en difundir dos mitos: que existen casi 50 millones de norteamericanos sin acceso a los servicios médicos y que los seguros privados son extremadamente costosos, pudiéndose, mediante la intervención y fiscalización del Estado sobre los seguros médicos, ahorrar grandes cantidades de recursos que podrían emplearse para tratar a otras personas. Ninguno de los dos argumentos son ciertos tal y como se han planteado, y en otro lugar he tratado de explicar en qué consisten estas falacias.
Aún así Obama sólo ha logrado sacar adelante su ley mediante el uso de un procedimiento de urgencia que no está pensado para este tipo de leyes y gracias al cual se ha saltado el voto de las dos cámaras a la misma ley, como requiere la Constitución. Además, ha otorgado privilegios a algunos estados como Florida o Luisiana para obtener el voto de sus representantes. Todos estos aspectos formales hacen que la sombra de la inconstitucionalidad planee sobre la nueva ley. Pero más allá de lo que pueda terminar dictaminando la justicia norteamericana en la más que probable batalla jurídica que se avecina, lo verdaderamente significativo es que una ley de tanta trascendencia sea aprobada mediante esta maraña de trucos para sortear los mecanismos de contrapeso de poderes establecidos en las leyes de los Estados Unidos.
Con todo, lamentarse por las malas artes no sirve de mucho y lo cierto es que ahora los estadounidenses viven en un país en el que la sanidad tiene poco que ver con el modelo mayoritariamente orientado hacia el mercado del que disfrutaban hasta ahora. En Europa casi todos los medios y comentaristas han dado la bienvenida con gran alborozo a la reforma. Yo no paro de preguntarme qué es lo que tiene de buena.
La principal característica del nuevo modelo es que obliga a los residentes legales de Estados Unidos que no se puedan acoger a los programas públicos a comprar un seguro médico privado. ¿Es esto tan bueno? ¿Diríamos lo mismo si la obligación fuera de contratar la provisión de alimentos, el transporte o la educación con una empresa? La medida podría ayudar a algunas personas muy irresponsables que se gastan el dinero compulsivamente pero que cuando están más serenas piensan que deberían haber dedicado ese dinero al seguro médico. Sin embargo, la mayoría de la gente no es así y lo que la medida provocará es la desaparición del ejercicio libre de la medicina.
En España el ejercicio libre de la profesión médica (sin tener que pasar por un tercer agente, bien sea el Estado o una compañía de seguros) desapareció con la ley socialista y general de la sanidad del 86 debido a la implantación de ambulatorios gratuitos por todo el territorio nacional. En Estados Unidos el ejercicio libre de la medicina, que aún es una parte muy importante de su sistema sanitario, desaparecerá porque ahora que existe obligación de contratar un seguro serán muy pocos los que contraten directamente con sus médicos u hospitales. Con el fin del ejercicio libre se acaba con una de las características más importantes de un buen sistema médico que es la relación libre, directa y responsable entre médico y paciente.
Tampoco me queda claro qué puede tener de bueno que el Estado intervenga los costes de las empresas que competían libremente en el mercado o se establezcan condiciones y servicios mínimos que a partir de ahora tendrán que ofertar. De esta medida sólo puedo vislumbrar una pérdida de la rivalidad entre empresas, peor servicio y precios más elevados. Eso es exactamente lo que ocurre en los programas públicos que existían con anterioridad a la ley. Bueno, con una diferencia: antes el sistema público podía sacar provecho de copiar los métodos de un sistema privado tremendamente dinámico e innovador, así como comprarle bienes y servicios.
Ni siquiera alcanzo a ver cuál es el beneficio de que las aseguradoras tengan que aceptar a los ciudadanos con problemas médicos preexistentes. La medida distorsionará el cálculo actuarial y terminará por provocar problemas de selección adversa. Puestos a intervenir, hubiese sido mejor meter a este grupo de la población en los sistemas de provisión pública.
A los problemas que crearán estas y otras medidas contenidas en la reforma sanitaria de Obama se responderá con casi total seguridad con otras intervenciones que irán encorsetando el sistema médico estadounidense asemejándolo cada vez más al europeo.
Mientras ese típico proceso de escalada intervencionista se va produciendo, el mundo verá cómo se va secando la fuente mundial de nuevas medicinas, terapias y tecnología médica que hasta ahora era el mercado médico de los Estados Unidos de América. Los políticos repetirán machaconamente que han introducido equidad en el sistema sanitario y que a pesar del elevadísimo coste y de los problemas que surgirán en la gestión de los recursos sanitarios, todo el mundo podrá acceder (más tarde o más temprano) a las técnicas y terapias de comienzos del siglo XXI. Lo que no les contarán es que la medicina dejó de evolucionar debido al intervencionismo y que el precio del igualitarismo fue seguir conviviendo con enfermedades y problemas médicos que el dinamismo de las relaciones médicas más libres habría resuelto.
Gabriel Calzada Álvarez es doctor en Economía y presidente del Instituto Juan de Mariana.