La BBFC era en principio una organización privada encargada de la autorregulación de ambos sectores, algo a lo que nada habría que objetar. Sin embargo, la trampa radica en que el Estado le otorgó en 1984, no podía ser otro año, el monopolio en esta actividad y decretó la obligación de someterse a su dictamen a cualquier título que vaya a ser proyectado en tierras británicas. Dicho de otro modo, es el brazo del poder político para decidir sobre la moral privada. Algo totalmente ilegítimo.
Este terrorífico organismo pretende ahora meter mano en la red. La BBFC pretende tener poder para clasificar los contenidos audiovisuales (incluyendo juegos) de entretenimiento por Internet. Los proveedores sujetos a su regulación estarían obligados a establecer un sistema de bloqueo que impidiera que los menores accedieran a contenidos inadecuados para su edad. Esto, que en principio parece simple, tiene riesgos añadidos. Para que esos sistemas funcionaran de forma adecuada, los proveedores deberían tener constancia de cada persona que se conecta a la red en cada momento, y no sólo del ordenador, como sucedía hasta ahora. De este modo se dañaría todavía más la muy maltrecha intimidad del usuario ante las autoridades a la hora de conectarse a la Red.
Los argumentos que dan los de la BBFC para justificar sus pretensiones son para ponerse a temblar. Dicen que si ellos no lo hacen lo harían sus equivalentes de otros países. Y eso para ellos sería muy grave, puesto que los estadounidenses son más permisivos con los contenidos que muestran violencia y los franceses con el sexo. Conmovedora su preocupación por la salud moral de los niños de Gran Bretaña. Es cierto que, por el momento, lo que piden es que los proveedores se sumen de forma voluntaria. Pero tiempo al tiempo; en cuanto vean que muchos usuarios se pasan a operadoras que no aplican la censura conseguirán que el Parlamento apruebe una ley que haga obligatorio someterse a su dictamen.
Estamos ante un nuevo ataque contra la esfera de lo privado. La única autoridad que debería admitirse a la hora de decidir qué contenidos son aptos para menores y cuáles no son los propios padres. Bien está que las empresas se autorregulen, porque eso no supone más que una suerte de guía sobre cómo actuar, no un poder real. La potestad paterna (o materna) resulta fácil de aplicar en internet. Existen numerosos programas que cualquiera puede descargarse e instalar en su ordenador para filtrar contenidos. Dar poder a otros organismos y autoridades no es más que pretender regular la moral.
Esperemos que España no salgan imitadores de la BBFC que pretendan regular los contenidos a los que se puede y no se puede acceder a través de la Red en nombre de los derechos de la infancia o cualquier excusa torticera. No destruyamos un poco más nuestra libertad en aras de imponer una moral oficial, sea del signo que sea.