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Regular los mercados

Publicado en Libertad Digital

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Estas afirmaciones revelan una profunda ignorancia de lo que son y cómo operan y se autorregulan los mercados libres, que son órdenes espontáneos complejos que no pueden ser diseñados o planificados de forma coactiva y centralizada.

Un mercado libre, por definición, se basa en una regla fundamental, el derecho de propiedad, o sus formas equivalentes: el principio de no agresión o la libertad individual. Cada persona está legitimada para decidir libremente qué hacer con lo que posee, sin coacciones externas, en el ámbito limitado de su justa posesión, con la única restricción de no invadir la propiedad ajena: debe respetar la libertad de los demás, no agredir a otros, no robar o dañar lo que no es suyo. Además es legítimo usar la fuerza para defenderse de ataques o amenazas claras e inminentes y para reclamar justicia por alguna violación del derecho.

También existen normas sobre cómo acceder a la propiedad, siendo el primer usuario de algo (colonización), o mediante intercambios voluntarios que benefician a ambas partes. Así cada agente especializado en un sistema de división de trabajo, comercio y competencia se enriquece en la medida en que sirve adecuadamente a los demás. Los precios y las cantidades se ajustan o equilibran mediante la interacción de la oferta y la demanda. El mercado se autorregula porque los productores ineficientes, los que no sirven satisfactoriamente a los consumidores, cosechan pérdidas y ven disminuido su poder de actuación; los productores eficientes obtienen beneficios y tienen más medios a su disposición.

Además del derecho de propiedad como norma universal y abstracta, en los mercados existen múltiples y diversas normas particulares y concretas, generadas mediante contratos, compromisos formales exigibles por la fuerza entre partes con preferencias y conocimiento específicos acerca de su situación. Si uno quiere restringir las acciones de otros, puede hacerlo pactando con ellos y ofreciéndoles algo a cambio: pero tal vez no les interese, y quizás lo que quiere el promotor de una regulación es limitar la libertad pacífica de otros sin su consentimiento y en contra de sus intereses, imponiendo su particular criterio sobre los demás. Las normas se transforman en armas cuando se usan para perjudicar a otros en beneficio propio: el derecho se pervierte y se transforma en herramienta de depredación, parasitismo o bloqueo al competidor.

Los defensores de la regulación exógena por agentes coactivos (gobernantes, burócratas, tecnócratas) no suelen saber de lo que hablan. Proponen regular ámbitos que ya están regulados y en los cuales la intervención es la causa de los problemas. Omiten cuidadosamente los detalles acerca de los contenidos concretos de las normas que proponen, asumiendo que el regulador experto es sabio y bondadoso y ya concretará con acierto y sin posibilidad de error; ignoran que el planificador no tiene incentivos adecuados para acertar ni dispone del conocimiento disperso acerca de las circunstancias locales de cada uno.

Cuando dan detalles éstos tienden a ser arbitrarios y mal argumentados; parece que sólo una regla específica es posible para cada asunto, que no puede haber competencia y adaptación entre diversas alternativas. No consideran los efectos secundarios, indirectos y a largo plazo de las regulaciones que proponen. Y olvidan que no basta con decretar normas, sino que hay supervisar y vigilar su cumplimiento, lo cual puede no ser posible o tener un coste considerable: a los intervencionistas esto no suele importarles, porque asumen que el coste lo van a pagar otros, que es básicamente su filosofía de vida.

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