La renta básica universal (RBU) vuelve a estar de moda a partir de su inclusión en el programa electoral de Podemos. Y, ciertamente, la devastada situación económica y social de un país como España parece conducir a la inexorable necesidad de adoptar alguna medida de este cariz. Por desgracia, y como voy a tratar de probar en los próximos párrafos, la RBU dista de ser una solución satisfactoria, muy en especial tal como la está impulsando Podemos: habrá que plantearse, pues, la conveniencia de otras alternativas.
Qué es y qué no es la renta básica universal
Antes de comenzar, conviene definir exactamente qué entendemos por renta básica universal: se trata de una renta que perciben incondicionalmente todos los ciudadanos de un país por el mero hecho de ser ciudadanos. La renta básica universal no distingue entre ciudadanos ricos o ciudadanos pobres, ciudadanos con empleo o ciudadanos sin empleo, ciudadanos socialmente comprometidos o ciudadanos huraños y aislados. Todos reciben el mismo importe por la mera circunstancia de existir. Las únicas limitaciones parciales que suelen plantearse afectan a los extranjeros, a los menores de edad y a los criminales (si bien la limitación del importe de la renta no tiene por qué ser total). La propuesta de Podemos es justamente ésa (ver su propuesta 1.12).
¿Cuánto costaría?
A mediados de 2013, en España residían 41,7 millones de españoles, de los cuales 34,2 millones eran mayores de edad. Asumiendo una remuneración igual al umbral de pobreza nacional (8.114 euros) para los adultos y del 50% de ese umbral de pobreza para los menores de edad, el coste de la aplicación de la renta básica universal sería de 308.000 millones de euros, alrededor del 30% del PIB. Si extendiéramos su aplicación a todos los residentes legales, el coste se incrementaría hasta los 344.000 millones de euros.
Dado que a pensionistas y desempleados no se les abonaría la RBU en adición de sus prestaciones actuales, habría que deducir del coste bruto de la RBU las actuales prestaciones estatales de hasta 8.114 euros. Así, en 2013 había alrededor de nueve millones de pensiones con un importe medio de 11.600 euros: asumiendo que esas pensiones se eliminaran en la parte abonada por la RBU, el gasto en pensiones se reduciría en alrededor de 73.000 millones de euros. Asumiendo, además, una reducción de 27.000 millones de euros adicionales en materia de desempleo y otras prestaciones sociales, tendríamos que el coste neto de la renta básica universal oscilaría entre el 20% (si sólo se reconociera a nacionales) y el 25% (si se reconociera a todos los residentes legales) del PIB.
Una suma absolutamente infinanciable en los términos en que plantea Podemos: a saber, no como una alternativa al Estado de Bienestar sino como un complemento. Si actualmente el gasto público asciende al 44% del PIB, habría que elevarlo al 65%-70%, lo que equivaldría prácticamente a duplicar la presión fiscal que ahora mismo padecemos. Distinto sería el caso de que, a cambio de recibir la RBU, se privatizaran totalmente la sanidad y la educación públicas: en tal caso, el tamaño del Estado sólo aumentaría hasta el 52-56% del PIB, un porcentaje muy alto pero no imposible. Claro que no parece que Podemos y muchos defensores de la RBU estén por la labor de privatizar totalmente la sanidad, la educación y las pensiones a cambio de proporcionar a cada persona una renta anual de 8.114 euros.
El profundo egoísmo de la RBU
Contra la RBU se han dirigido numerosas críticas: que supone un ataque contra los derechos individuales, que es infinanciable o que distorsiona gravemente el comportamiento de los individuos. Lo que no se suele mencionar es que, asimismo, resulta profundamente insolidaria. No en vano, la principal virtud que suele asignársele a la RBU es que instituye una solidaridad estructural entre los ciudadanos de una comunidad política. Sin embargo, la realidad es más bien la opuesta.
Toda sociedad se asienta sobre la cooperación de sus miembros en muy distintos órdenes: defensivo, cultural, afectivo, asistencial o productivo. Afortunadamente, los beneficios de vivir en sociedad exceden con mucho los beneficios de aislarse de la sociedad cual ermitaño huraño. No obstante, que vivir en sociedad sea más provechoso que vivir aislado no significa que cada individuo no trate de aprovecharse del resto de la sociedad: es decir, que intente extraer más de los demás de lo que él aporta a los demás.
El libre mercado, empero, fuerza a los individuos a establecer una cooperación estructural de carácter económico: si una persona desea acceder a los bienes o servicios que han producido otras personas deberá ofrecerles bienes o servicios que esas otras personas valoren. A través de los intercambios voluntarios, nadie puede extraer más valor al prójimo de aquel que el prójimo extrae de él y, gracias a ello, cada uno de nosotros debemos dedicar parte de nuestro tiempo a satisfacer las necesidades ajenas y no a satisfacer las necesidades propias.
Evidentemente, todos desearíamos que los demás trabajaran para nosotros (que produjeran todos aquellos bienes y servicios que necesitamos y que no fabricamos por nosotros mismos) y que, en cambio, nosotros pudiéramos dedicarnos exclusivamente a aquellas actividades que satisfacen nuestras necesidades aun cuando no satisfagan las necesidades ajenas. Sin embargo, es fácil comprender que si todos adoptáramos esa actitud netamente egoísta, la cooperación económica se disolvería como un azucarillo: todos nos dedicaríamos a fabricar lo que nosotros queremos y no lo que quieren los demás (esto es, la división del trabajo desaparecería). Por ese motivo, romper unilateralmente esta cooperación estructural resulta tan costoso dentro de un mercado libre: si un individuo no genera (o no ha generado y ahorrado) bienes y servicios valiosos para los demás, se hallará en una situación económica muy precaria, esto es, no podrá acceder a los bienes y servicios fabricados por los demás. De ahí que el mercado libre desincentive el individualismo antisocial y promueva la socialización económica.
La renta básica universal es, justamente, la herramienta que habilita a cada individuo dejar de cooperar con el resto de la sociedad sin al mismo tiempo sufrir los costes de esa ruptura unilateral de la cooperación social: cada individuo recibe una porción de la producción de los demás sin aportarles a los demás producción propia que ellos consideren suficientemente valiosa (si así se hiciera, no se necesitaría la RBU, ya que bastaría con que unos y otros intercambiaran voluntariamente sus respectivas producciones). En otras palabras, la RBU es una subvención al individualismo antisocial (el tipo de individualismo que Hayek tildó de antiliberal) que permite a las personas vivir a costa de los demás sin preocuparse por los demás.
No por casualidad, los defensores de la RBU suelen aducir que, por el mero hecho de percibirla, la inmensa mayoría de la gente no dejaría de trabajar, sino que se dedicaría a desarrollar aquellas tareas que la autorrealizaran. Pero con semejante aseveración sólo se está reconociendo implícitamente que los receptores de la RBU podrían desentenderse de las necesidades ajenas y concentrarse egoístamente en las propias: a la postre, si las actividades específicas que autorrealizaran a un cierto individuo fueran losuficientemente valoradas por los restantes individuos, bastaría que intercambiar sus servicios en un mercado libre. Que se necesite de una RBU para puentear al mercado claramente demuestra que se quiere vivir de los demás sin preocuparse por los demás.
La alternativa: renta de propietarios y renta de subsistencia subsidiaria
En el fondo, si ese error intelectual llamado RBU resulta tan atractivo para muchos individuos es porque aúna las características de dos rentas que sí son socialmente deseables.
La primera es una renta que nos permita vivir sin trabajar y que nos proporcione suficiente tiempo libre para dedicarnos a aquellas actividades personales que nos autorrealicen. Nótese que hablo de una renta que permita vivir sin trabajar, no sin generar valor para los demás. Éste es el caso de las rentas del capital: una persona puede ahorrar a lo largo de su vida, invertir juiciosamente ese ahorro y vivir de la renta que se derive de esa inversión (renta que se materializa en forma de bienes y servicios valiosos para los demás). Ciertamente, deberíamos avanzar hacia una sociedad de propietarios que permitiera que todo trabajador ahorrador percibiera, tan pronto como fuera posible, una renta de propietarios. Pero para ello, claro, resulta imprescindible reducir drásticamente la salvaje fiscalidad que padecen los españoles.
La segunda es una renta de subsistencia de carácter subsidiario. En toda sociedad existen personas que, transitoria o permanentemente, son incapaces de generar bienes y servicios valiosos para los demás. Parece equitativo y razonable que esas personas que no pueden cooperar con los demás por incapacidad —y no por capricho— reciban una ayuda del resto: se trataría de una renta dirigida a garantizar su subsistencia y que tendría un carácter subsidiario frente a todas las demás fuentes de renta. Muchas personas confunden la RBU con esta renta de subsistencia subsidiaria, pero sus notas características son muy distintas: ni es universal (sino específica para los que la necesidan), ni es incondicional (sino sometida a la condición de que, por ejemplo, la persona no pueda valerse por sí misma en un mercado libre). Aquellos que puedan pero no quieran cooperar con los demás no la recibirían (a diferencia de lo que sucede con la RBU).
Esta última renta ha sido, de hecho, defendida por algunos pensadores liberales como Friedrich Hayek (suele afirmarse que Hayek defendió la RBU, pero no: se limitó a defender unos ingresos mínimos garantizados exclusivamente para aquellos que no pudiesen valerse por sí mismos en un mercado libre). Yo mismo en Una revolución liberal para España defiendo este tipo de esquemas, tratando de exponer por qué la lógica y la evidencia histórica apuntan a que emergerían en una sociedad libre sin necesidad de que el Estado los impusiera (si bien, si fuera menester, un Estado mínimo podría imponerla para garantizar que nadie se quedara descolgado) y que conllevarían un coste máximo del 4% del PIB.
La renta de propietarios y la renta de subsistencia subsidiaria son dos rentas compatibles con un orden social libre, voluntario y cooperativo. Por el contrario, la RBU contribuye a socavar las bases de ese orden social libre, voluntario y cooperativo: no es más que el aguinaldo social a la asociabilidad.