En este sentido, tal y como puso de manifiesto uno de los mayores liberales del s. XX, Murray Rothbard, los mensajes de la Iglesia tendían a encuadrarse en un centrismo democristiano que contentara a todos los sectores por igual.
Conviene, no obstante, examinar la cuestión más detalladamente yendo a su fuente primaria, que es, sin lugar a dudas, la encíclica Rerum Novarum (1891), de León XIII. Acerca de ella podemos encontrar opiniones del todo contrapuestas. Mientras que Rothbard la calificó de "fundamentalmente liberal y procapitalista", otro notable liberal, y además católico, Thomas Woods, destaca su nociva influencia, al introducir "la idea de una tercera vía entre el socialismo y el laissez faire puro".
Mi objetivo, pues, es examinar con detalle la encíclica que inaugura el pensamiento económico moderno de la Iglesia. Al fin y al cabo, Juan Pablo II la calificó de "inmortal documento", y en él inspiró toda su obra. De hecho, la aclamada Centesimus Annus no deja de ser una actualización elaborada 100 años después.
He de adelantar que mis conclusiones son radicalmente favorables al documento. No quiero significar con ello que carezca de defectos, sino que éstos son mayormente accesorios. De hecho, en cierto sentido la Rerum Novarum recoge y anticipa, en mi opinión, buena parte del corpus teórico esencial con el que hoy defendemos la libertad.
Contra el socialismo
La Rerum Novarum surge en un momento histórico en que las falacias marxistas iban ganando adeptos; se estaba adoquinando el camino al advenimiento en cadena del golpismo totalitarismo que asoló el s. XX.
El comunismo legitima su violenta actuación a través de la llamada "teoría de la explotación capitalista": la propiedad privada de los medios de producción (del capital) coloca al trabajador en un situación dependiente y sumisa, hasta el punto de que se ve obligado a vender su fuerza trabajo a cambio de un salario. Sin embargo, debido a su especial situación de sumisión, el proletario trabaja más horas de las que realmente cobra, de donde surge la plusvalía capitalista.
León XIII no vio nunca esta falsa relación de dependencia unidireccional. Muy al contrario, entendió que "ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital". Y es que "los que carecen de propiedad, lo suplen con el trabajo; de modo que cabe afirmar con verdad que el medio universal de procurarse la comida y el vestido está en el trabajo".
De hecho, prestaba un flaco favor a la sociedad el "suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente".
El Papa León XIII creía que los diversos individuos "como en el cuerpo se ensamblaban entre sí", llegando a una disposición que podría denominarse "armonía" (parece como si la encíclica rindiera un tácito homenaje al liberal francés Frédéric Bastiat, quien 40 años antes había escrito su famosa obra Armonías económicas).
La armonía de intereses es el resultado necesario de la libre cooperación humana denominada "capitalismo". A tal conclusión llegó medio siglo después Friedrich von Hayek, en su obra Individualism and economic order. Según Hayek, la virtud proverbial del sistema capitalista era haber conseguido que los seres humanos se dedicaran a satisfacer las necesidades de otras personas desconocidas al buscar el interés personal.
El preconizado conflicto marxista de intereses era en realidad una milonga anticientífica. Los contratos y los acuerdos, a fuer de voluntarios, son siempre beneficiosos para ambas partes; esta armonía de intereses generaba un "orden espontáneo" en la sociedad (que Hayek contraponía al concepto de "organización") del que todos podían aprovecharse para satisfacer sus fines.
Pues bien, Leon XIII ya entendió suficientemente este punto, al concluir que "el acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas". El orden no surge de la coacción planificadora del socialismo, sino del acuerdo entre las personas. Es más, la violencia no puede fundamentar el orden, pues "de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo".
Esta condena de la lucha supone tanto una reivindicación del principio liberal de "no iniciación de la violencia" como una condena evidente de la lucha de clases. Condena que no sólo tenía un fundamento moral (no iniciación de la violencia), también pragmático.
León XIII no dudó en criticar a todos aquellos que alardeaban de poder lograr "una vida exenta de dolor y de calamidades, llena de constantes placeres". Esta pretensión socialista (eliminar la explotación del hombre por el hombre para multiplicar la producción) fue calificada como un "fraude que tarde o temprano acabará produciendo males mayores que los presentes".
Y es que el Papa sabía que la lucha de clases y la nacionalización de los medios de producción no eran el camino adecuado para enriquecer a la sociedad, "pues ejerce[n] violencia contra los legítimos poseedores" e "incluso llega[n] a perjudicar a las propias clases obreras". Así, una cosa era clara: "Cuando se plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de conservarse inviolable".
El derecho natural a la propiedad privada
Podemos afrontar los problemas morales desde una triple perspectiva: iusnaturalismo, utilitarismo y evolucionismo. La primera encuentra la solución a los problemas en los derechos "inherentes" al hombre, la segunda equipara bueno con útil y la tercera remite a la costumbre para efectuar un juicio de valor.
En realidad, estas tres perspectivas no son excluyentes, y las tres fueron utilizadas por León XIII para justificar la propiedad privada.
Desde el punto de vista iusnaturalista, el Papa aseguró que "el poseer algo en privado como propio es un derecho dado al hombre por la naturaleza"; derecho que debía ser "estable y permanente", pues incluso "las leyes divinas prohíben gravísimamente el deseo de lo ajeno: ‘No desearás a la mujer de tu prójimo; ni la casa, ni el campo, ni la esclava, ni el buey, ni el asno, ni nada de lo que es suyo’". Dado que no es un derecho legal, sino natural, "la autoridad pública no puede abolirlo".
Desde el punto de vista utilitarista, la eliminación de la propiedad privada quitaría "el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas y esa igualdad con que sueñan [los socialistas] no sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y abyecta, de todos los hombres sin excepción alguna". Y es que "los hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo" (lo cual parece una anticipación del reverso de la Tragedia de los Comunes, popularizada por Gerrett Hardin en 1968).
Podemos comparar esta última afirmación con la de Ludwig von Mises en su tratado de economía La acción humana: "Las tierras carentes de dueño efectivo las utiliza la gente sin preocuparse del daño que pueden sufrir. Cada cual procura lucrarse al máximo, por cualquier medio de sus rentas, desentendiéndose de los efectos que puedan producirse".
Incluso fue más allá y afirmó que no sólo "es lícito que el hombre posea cosas propias, sino que incluso es necesario en absoluto", pues "es necesario también para la vida humana".
Desde la perspectiva evolucionista, León XIII explica cómo Dios dio la tierra en común al género humano "no porque quisiera que su posesión fuera indivisa para todos, sino porque no asignó a nadie la parte que habría de poseer, dejando la delimitación de las posesiones privadas a la industria de los individuos y a las instituciones de los pueblos".
Esta teoría parece concordar a la perfección con las tesis institucionales del padre fundador de la Escuela Austriaca, Carl Menger: "Así pues, la economía humana y la propiedad tienen un mismo y común origen económico, ya que ambos se fundamentan, en definitiva, en el hecho de que la cantidad disponible de algunos bienes es inferior a la necesidad humana". La propiedad, para Menger, no es "una invención caprichosa", sino que surge como una institución social evolutiva.
Por último, León XIII no deja lugar a dudas acerca de cómo se adquiere legítimamente la propiedad: "Cuando el hombre aplica su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la naturaleza, por este mismo hecho se adjudica a sí aquella parte de la naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su persona dejó impresa una huella, de modo que sea absolutamente justo que use de esa parte como suya y que de ningún modo sea lícito que venga nadie a violar ese derecho de él mismo".
León XIII, pues, viene a respaldar la tesis liberal de la apropiación original (o homesteading) propuesta por John Locke en su Segundo tratado sobre el Gobierno civil y reincorporada por el mismísimo Murray Rothbard en su Ética de la libertad: "Al descubrir los recursos de la tierra, al aprender a utilizarlos y, en especial, al transformarlos mediante un remodelación más utilizable, Crusoe ‘mezcló su trabajo con el suelo’. Al actuar así, al estampar el sello de su personalidad y de su energía en la tierra, la convirtió, de manera natural, a ella y a sus frutos, en su propiedad".
La propiedad no se extinguía con la muerte del propietario –como pretenden los impulsores del impuesto de sucesiones– sino que era enteramente transmisible mortis causa. De hecho, León XIII entiende que la herencia es parte del cumplimiento de la responsabilidad que todo padre contrae para con sus hijos (esta construcción de la responsabilidad paternal ha sido usada, recientemente, como epicentro de las modernas teorías antiabortistas): "Es ley santísima de naturaleza que el padre de familia provea al sustento y a todas las atenciones de los que engendró; e igualmente se deduce de la misma naturaleza que quiera adquirir y disponer para sus hijos, que se refieren y en cierto modo prolongan la personalidad del padre(…) Y esto es lo que no puede lograrse sino mediante la posesión de cosas productivas, transmisibles por herencia a los hijos".