Se trata es de desarrollar un marco jurídico y social en donde los incentivos nos lleven a sacar al ángel, no al demonio.
La semana pasada tuvo lugar la comparecencia de Rodrigo Rato, ex vicepresidente del gobierno español, ex ministro de economía, ex presidente del Fondo Monetario Internacional, ex presidente de Bankia, condenado en el año 2017 a cuatro años por el caso de las ‘tarjetas black’, y en libertad, al estar recurrida la sentencia (no firme) ante el Tribunal Supremo. Algunos de sus críticos, además de llamarle delincuente y corrupto, le señalaron como liberal, o neoliberal. Sinceramente, cuando atacan empleando esos calificativos, no está claro qué connotaciones diferencian cada uno.
Lo que sí quedó claro tras la comparecencia es que Rato es el ejemplo vergonzante de lo que la gente de a pie entiende que es el liberalismo. Y así visto, desde el punto de vista de quien defiende las ideas libertarias desde hace unos quince años, es espeluznante. Para mí, Rodrigo Rato es el ejemplo de lo opuesto. Nunca he apoyado completamente sus políticas, pero durante su primera época, había algo de su discurso que me gustaba. Aparecía como un tecnócrata que, al menos, sustentaba sus actuaciones en informes serios y pretendía seguir una ortodoxia, a veces más tendente a la libertad económica que no. Sin embargo, su propio comportamiento ha acompañado las esperanzas de sus fans y de quienes mirábamos con cierta simpatía, por el angosto desfiladero de la decepción. Mi primera idea cuando le vi defenderse en el turno de preguntas y réplicas de la comisión es que le queda la rapidez, la retórica y la prepotencia. Porque el baile de datos y medias verdades es una habilidad que no solamente maneja Rato, es de primero de candidato a presidencia.
Pero también me hizo recordar el artículo publicado a principios de este mes en la revista Letras Libres y firmado por Ramón González Ferriz con el sugerente título “Por un liberalismo pesimista”. La perspectiva en la que se sitúa el autor a la hora de evaluar la deriva del liberalismo en Occidente explica que, para el común de los mortales, Rodrigo Rato sea el prototipo de político liberal en España.
Como punto de partida hay que considerar que delinquir y ser corrupto no son actos propios de los liberales en particular, sino que se dan en todos los partidos, allá donde haya ocasión y las personas involucradas no tengan ni principios morales ni respeto a la ley. Defender unas ideas no te hace santo, nadie tiene la superioridad moral para creerse por encima de los demás y juzgar, simplemente por ser defensores de la libertad, de los desfavorecidos o de lo que sea; son tus actos los que te definen. Y la moralidad de los actos es individual.
Por supuesto que, a lo largo de la comparecencia, demagógicamente, se mezclaron delitos con otras situaciones que no tenían nada que ver, como cuando se le preguntó por las tarjetas black, las comisiones y su sueldo tan alto. Rato justificó su elevado sueldo refiriéndose al mercado. Correcto. Pero el liberalismo no defiende el mercado, sino el mercado libre, es decir, sin privilegios. Yo pongo en duda que esa condición se diera en la contratación de Rato y de muchos otros políticos que disfrutan de las llamadas “puertas giratorias”, metáfora que describe la salida de la política seguida de la entrada en una gran empresa, que paga de alguna manera un favor, una mirada amable por el gobierno o una concesión.
El fallo, a mi entender, del artículo de González Ferriz no es atribuible al autor, sino a querer hacer del liberalismo lo que cada político necesita, y eso explica también que yo prefiera llamarme libertaria a liberal. Es un error que se muestra en el primer párrafo cuando afirma acerca de la evolución del liberalismo: “La soberbia de pensar que este proceso era fácil y mecánico casi acaba con él”. No conozco a ningún liberal o libertario que crea algo similar, pero sí muchos políticos que aplican políticas liberales a medias y a bocajarro, como recetas que les permite captar votos.
El liberalismo, ni nada relacionado con la acción humana (el mercado, la familia, la democracia), pueden ser un proceso mecánico, automático. Son, más bien, un proceso dinámico y complejo que hay que observar y que están en permanente evolución. Por supuesto que la idea de mercados que se autorregulan suena a chiste, exactamente igual que la de regulación adecuada. En el primer caso, estamos confiando en el orden espontáneo y en el segundo en la bondad del legislador. Hay que asegurar que los participantes en el mercado cumplen las normas y hay que asegurar también que los políticos lo hacen. Políticos como Rato, por poner un ejemplo.
Por otro lado, es un error creer que una vez que se crean determinadas instituciones nos podemos tumbar a la bartola porque ya tenemos liberalismo y los ciudadanos van a ser libres y prósperos, como si se tratara de una unción de manos, un sacramento indeleble. Esa no era la promesa del liberalismo ni de quienes lo formularon. Las instituciones reflejan lo mejor y lo peor de nosotros. Existe pobreza, desigualdad, racismo, precariedad, machismo y exclusión, no porque haya un sistema liberal, que tampoco lo hay, sino porque la naturaleza humana nos lleva al abuso y la discriminación. Somos capaces de lo más cruel y de lo más sublime. De lo que se trata es de desarrollar un marco jurídico y social en donde los incentivos nos lleven a sacar al ángel, no al demonio. Adam Smith, que además de su famoso libro de economía La Riqueza de las Naciones escribió un tratado sobre la naturaleza humana y otro sobre jurisprudencia, tenía muy clara la importancia de la justicia para el desarrollo pacífico de la civilización y para la prosperidad de los pueblos, especialmente de los menos favorecidos. En España, ni hay igual rendición de cuentas ante la ley ni justicia para todos. Tal vez antes de atribuir al pensamiento liberal todos los males de nuestros días, se deberían revisar los requisitos mínimos.