El primer gran documento elaborado por el papa Francisco ha levantado una intensa polvareda. Y no es para menos, dado el furibundo y radical ataque que acaba de lanzar el Pontífice hacia el sistema capitalista en su conjunto y, más concretamente, la libertad económica y el libre mercado. Su posicionamiento ideológico en esta materia no es de extrañar si se observa, mínimamente, su larga carrera eclesiástica como obispo y, posteriormente, cardenal en Argentina. En este sentido, cabe señalar que Jorge Bergoglio siempre se ha caracterizado por comulgar con la denominada justicia social, doctrina socioeconómica de la que bebe, en mayor o menor medida, el justicialismo argentino, otrora conocido como peronismo. De ahí, precisamente, que su discurso económico se aproxime tanto a los postulados peronistas, llegando incluso a coincidir en ciertos aspectos con la Teología de la Liberación que tanto gusta a los socialistas, sean o no católicos. Basta observar algunos epígrafes de su exhortación apostólica para percatarse claramente de que el Papa condena de forma drástica el capitalismo:
Así como el mandamiento de "no matar" pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir "no a una economía de la exclusión y la inequidad". Esa economía mata (…) Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida.
Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común […] Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado.
El Papa carga con dureza contra el consumismo, la especulación financiera, la globalización, los beneficios, el dinero y la evasión fiscal. Señala incluso que el actual "sistema social y económico es injusto en su raíz", acusándolo de generar "esclavitud", "explotación" y "opresión". Por ello, pide avanzar hacia una economía "ética", al servicio del ser humano, que reconozca la "función social de la propiedad" y proporcione un "salario justo", al tiempo que garantice el acceso universal a sanidad, educación y trabajo. Conceptos, todos ellos, enmarcados en el tradicional imaginario de la izquierda. Pero, por encima de todo, Bergoglio culpa a la desigualdad de todos los males, especialmente de la pobreza, la violencia y la marginación social. "La inequidad es raíz de los males sociales", dice. Dice más:
Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo […]
Y puesto que el libre mercado es el culpable, la solución no es otra que más intervencionismo y redistribución a través del Estado. Es decir, su receta es más Estado y menos mercado:
El crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso (…) ¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas (…) de los males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común.
El Papa, sin embargo, no puede estar más equivocado. En primer lugar, porque desde hace décadas la Iglesia, gracias a Dios, ya no condena el capitalismo con la rotundidad que emplea Bergoglio, ni mucho menos, como demuestra el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia:
Si por capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de economía de empresa, economía de mercado, o simplemente de economía libre.
Tanto es así que cristianismo y capitalismo no sólo no son incompatibles sino perfectamente complementarios, tal y como sostienen diversos think tanks liberales, como es el caso del Instituto Acton de Argentina o el Centro Diego de Covarrubias de España. No por casualidad, el Instituto Juan de Mariana, referente liberal en España, adopta el nombre de un jesuita, el más prominente pensador de la Escuela de Salamanca.
En segundo lugar, porque, muy al contrario de lo que afirma el Papa, el capitalismo, cuyo eje es la libertad económica, ha posibilitado la etapa de mayor crecimiento, prosperidad y bienestar de la historia. Por desgracia, la mayoría no suele percatarse del nivel de vida que existía hace apenas 200 años. Entre el año cero y el 1000, Europa experimentó un crecimiento nulo, y desde el año 1000 a 1820 el mundo apenas creció a un ritmo medio del 0,2% anual, "apenas suficiente para que la población de ese entonces superara los mínimos niveles de subsistencia sin morir de hambre", como bien demuestra Angus Maddison en The Worldwide Economy: A Millenium Perspective. Por el contrario, bajo el capitalismo la humanidad ha creado más riqueza en estos dos últimos siglos que en todas las generaciones previas. Un hecho, simplemente, innegable.
Pero es que, además, los datos muestran, sin ningún género de dudas, que a mayor libertad mayor riqueza, y viceversa, como recoge Francisco José Contreras en su libro Liberalismo, catolicismo y ley natural. No en vano la renta per cápita del cuartil (25%) de países con más libertad económica era de 31.501 dólares en 2009, mientras que la del cuartil con menos libertad apenas se situaba en 4.545. Además, la renta del 10% más pobre de la población en el cuartil de países más libres era de 8.735 dólares per cápita, mientras que en el menos libre era de 1.061. Es decir, los pobres de los países libres son casi nueve veces más ricos que los pobres de los países menos libres. La libertad beneficia también a los más pobres.
Asimismo, los estudios de la Fundación Heritage llevan dos décadas demostrando, año tras año, que fomentar la libertad y el Estado de Derecho, limitar el intervencionismo estatal e incrementar la apertura comercial, se traduce, siempre y en todo lugar, en una mayor creación de riqueza y, por tanto, una drástica reducción de la pobreza. Las diferencias entre países ricos y pobres en los distintos continentes radica en su mayor o menor grado de libertad económica. Dos ejemplos muy concretos: Singapur, de los más libres, disfruta hoy de la octava renta per cápita más elevada del mundo (52.000 dólares al año), muy por delante de España, que apenas supera los 29.000 -puesto 22 del mundo-. Hace 40 años, sin embargo, ese pequeño país del sudeste asiático se situaba por detrás de España -puesto 30-; Corea del Sur goza hoy de una renta de 32.800 dólares, mientras que Corea del Norte ronda los 1.800 al año… ¡18 veces menos!, pese a que partían de una situación idéntica tras la guerra civil que partió el país en dos.
A escala global, el porcentaje de personas que vive por debajo de la línea de extrema pobreza se ha reducido a la mitad en los últimos 30 años, al pasar del 47 al 22%. ¿Cómo es posible? La respuesta es que China y la India, dos de los países más poblados del mundo, se han abierto al capitalismo, el libre mercado y la globalización durante este período. Como consecuencia, la tasa de pobreza en la India ha bajado del 51 al 22%, mientras que en China se ha hundido del 65 al 4%.
Así pues, con independencia de la buena intención que, seguro, pueda tener el Papa para tratar de solventar algunos de los grandes males económicos que aquejan al mundo, su particular receta es completamente errónea y contraproducente. La solución no estriba en más Estado, sino en mucho más mercado, lo cual implica capitalismo y libertad.