El rampante incremento del intervencionismo de los diferentes gobiernos sobre la economía con la excusa de salvar el sistema financiero de su colapso y evitar el fin del mundo, podría tener consecuencias permanentes sobre la estructura económica de las naciones desarrolladas, en especial de los sistemas financieros y bancarios.
Así lo piensa el profesor de economía y estudioso del sector público y el Gobierno, Randall Holcombe. En su artículo Transformando América: Los programas de estímulo Bush-Obama, argumenta que las medidas aplicadas como respuesta a la crisis van a "transformar (negativa y) permanentemente a la economía americana". Para Holcombe, estas medidas son: la política expansiva y no convencional de la Reserva Federal –compras masivas de deuda pública y de activos del sector bancario de dudosa calidad–, el Programa de Alivio de Activos Problemáticos (TARP, Troubled Asset Relief Program), el plan de estímulo de gasto público de Obama y los rescates de compañías financieras y automovilísticas.
Y esto a pesar de las declaraciones de algunas de las principales autoridades económicas –como la del (sospechoso y nada transparente) secretario del Tesoro norteamericano Timothy Geithner– que han insistido una y otra vez en que estas intervenciones eran meramente temporales y de emergencia. Incluso hay quienes, como el ex presidente George W. Bush, se arrogaron el papel de salvadores del sistema de libre mercado: "Con el fin de asegurar que la economía no se desplome, he abandonado los principios del libre mercado para salvar el sistema de libre mercado", declaraba el 16 de diciembre de 2008. Una idea muy similar a la sostenida por quienes piensan que J. M. Keynes en los años 30 trataba de salvar al capitalismo de libre mercado de sus propias e inherentes inestabilidades mediante la aplicación de políticas intervencionistas de gasto público y estímulo monetario.
Lo más probable es, sin embargo, que estas políticas, programas, agencias, y empleos públicos perduren, en una clara manifestación del Efecto Trinquete. Pero nadie podrá decir que no ha existido una frenética actividad en los últimos tiempos.
Desgraciadamente, esta actividad no ha sido económica –en forma de generación de empleos productivos o apertura de nuevas empresas– sino principalmente política y burocrática. Las autoridades políticas y monetarias han tenido que hacer horas extras para tratar de averiguar cómo resolver los graves problemas que asolan a las economías avanzadas. Aunque, parafraseando al inversor Jim Rogers antes de las cumbres del G20, igual habría sido mejor que en lugar de trabajar tanto, se hubieran tomado un par de años sabáticos.
Una de las maravillosas consecuencias de este intenso trabajo de los políticos es el brutal incremento del déficit público de los países desarrollados (si bien parte de esto se debe a los llamados "estabilizadores automáticos"). Las implicaciones de seguir por este camino y empecinarse en no hacer los deberes (dolorosos, sí, pero, ¿a quién le gusta hacer los deberes?) podrían llegar a ser tenebrosas. Como los malos alumnos, el Gobierno español está retrasando hasta el último día las tareas pendientes, y puede que cuando llegue el día del examen ya sea demasiado tarde, o se tenga que hacer todo a la fuerza, tarde y mal.
A medida que avanza el tiempo, organismos oficiales como el Banco Central Europeo –raramente dado a aceptar escenarios extremadamente pesimistas, y con la prudencia y corrección diplomática que lo caracteriza–, o reputados analistas, como Roubini Global Economics, van alertando de las negativas consecuencias de los aumentos desorbitados de la deuda pública, hablando incluso de degradaciones de la calidad de la deuda soberana y expulsión de países miembros de la zona euro. Un escenario que ya se rumoreaba hace más de un año.
La cruda realidad de la crisis financiera está empezando a asomar la cabeza en las finanzas de los mismos gobiernos, a pesar de lo que podría parecer tras el auge de empleos y remuneraciones que vive parte del sector público. Quienes parecían ser inmunes, y no necesitaban ajustarse para nada el cinturón –más bien, todo lo contrario–, están recibiendo ahora numerosos jarros de agua fría.
Lo cierto es que los efectos distorsionadores del ciclo económico, generado por las abultadas expansiones crediticias lideradas por los bancos centrales, también afectan a los gobiernos y sector público, induciéndoles a graves errores de previsión en sus presupuestos, cuya adecuación y sostenibilidad depende de la continuidad de la burbuja del crédito, algo a todas luces imposible.
Así, si en la etapa de auge –por ejemplo, durante la burbuja inmobiliaria– ayuntamientos y Estados ven llegar dinero a espuertas, gracias a la mayor recaudación debida al incremento de la actividad –entre otros, se disparan las transacciones inmobiliarias y en consecuencia la recaudación por impuestos sobre bienes inmuebles–, en la etapa de recesión los ingresos se hunden y crecen las dificultades.
Pero aquí el sector público tiene un as en la manga: su naturaleza coercitiva le permite burlar la disciplina que el mercado sí impone a las empresas privadas. De esta manera, en vez de que los gestores de lo público paguen por sus errores, tienen la fantástica alternativa de recurrir al siempre dispuesto y generoso contribuyente mediante el endeudamiento público o las subidas de impuestos.
No obstante, esto tiene un límite, como ha puesto de manifiesto la reciente situación de, entre otras zonas, el estado de California. Este límite es la capacidad de aguante de la gente ante futuras subidas de impuestos y de los exigentes inversores para financiar la creciente deuda pública.
Y en este límite es en el que se están moviendo algunos países, dentro de los cuales –sin necesidad de recurrir a un grado exacerbado de sentimiento antipatriota– me temo que se encuentra España.
Ángel Martín Oro escribe regularmente en su blog.