El latiguillo de moda de unos años a esta parte entre gentes de progreso y políticos de retroceso es el del calentamiento global. Todos los desajustes meteorológicos, desde las inundaciones a las olas de frío pasando por las sequías, los tifones y los vendavales, se explican por el mismo patrón. El planeta se está calentando, y, como consecuencia de ello, las cosechas se perderán, los bosques se secarán y la humanidad perecerá achicharrada bajo un sol de justicia. ¿Tal es el desesperanzador futuro que le espera a nuestro mundo?, ¿es cierta la profecía del calentamiento global?
Lo cierto es que no lo sabemos. Ni los científicos, ni los políticos, ni nadie en absoluto. No hay evidencias que apunten a que el planeta se caliente, al menos en el largo plazo. Hace menos de treinta años, tan pocos que muchos de los lectores aún lo recordarán, la misma comunidad científica que hoy se apuesta el dedo meñique a que su predicción es correcta, aseguraba que la tierra se encontraba a las puertas de una glaciación. Curiosamente achacaban su causa a los mismos males que hoy provocan el calentamiento. Según aquella descabellada teoría, en los años venideros los glaciares y los casquetes polares avanzarían inexorablemente enterrando a la corrupta civilización occidental bajo varios metros de hielo purificador. El pronóstico falló pero entonces muchos se la creyeron a pies juntillas.
La historia no era nueva, diez años antes, en la década de los sesenta, los mismos científicos, o sus profesores universitarios, habían profetizado que se estaba incubando una bomba poblacional que acabaría con los recursos del planeta y provocaría una hambruna sin precedentes. La biblia de aquel movimiento neomaltusiano fue un librito de un tal Paul Ehrlich, un majadero que se dedicaba a la cría de mariposas, titulado The Population bomb (La bomba poblacional) que obtuvo un notable éxito editorial. A juicio de Ehrlich “La batalla para alimentar a toda la humanidad se ha acabado […] En la década de los 70 y 80, centenares de millones de personas se morirán de hambre”, y no precisamente en África, el entomólogo aseguraba que unos 65 millones de norteamericanos morirían de inanición en la década de los setenta, “la mayoría niños” precisaba con intención de atemorizar a los lectores. En aquella década naturalmente nadie murió de hambre en Estados Unidos cuya población ha aumentado en 100 millones de personas desde la publicación del libro en 1968.
Las profecías apocalípticas de Ehrlich sin embargo cuajaron, y se sumaron a las de los primeros ecologistas, los de la nueva era glacial. Los hippies y los universitarios ociosos las tomaron como propias, y anduvieron lo menos tres lustros incordiando con su verdad revelada a gobiernos, empresas y ciudadanos indefensos a través de la televisión y las pretenciosas revistas científicas. Ehrlich estaba tan convencido de su teoría que llegó a aceptar una apuesta del afamado economista liberal Julian Simon sobre su proyectado encarecimiento de las materias primas. Ehrlich perdió y, aprovechando la derrota, publicó otro libro, The population explosion en 1990 reafirmándose en su tesis del fin de los recursos y el hambre generalizada. Como era de prever no volvió a dar ni una pero siguió teniendo lectores muy apasionados que todavía hoy repiten como papagayos su repertorio de sandeces.
Gran parte de los lectores de Ehrlich y casi todos los que en los setenta se dejaron los dedos escribiendo para demostrar la nueva era glacial que se nos venía encima, son hoy los valedores del calentamiento global. Con semejante currículo es ya difícil confiar en sus predicciones pero, como el tiempo no pasa en balde, los apóstoles del armaggedon se han dotado esta vez de un nuevo prontuario con apariencia más científica y más resultona en los medios audiovisuales. Y es que el calor asusta más que el frío, perecer asfixiado, envuelto en sudor y sufrimientos es de una plasticidad mayor que la aséptica e indolora muerte por congelamiento. De esta manera, los que antaño daban alaridos por la reaparición de los hielos perpetuos, hogaño nos advierten de lo inevitable de un calentamiento general del planeta sino se hace lo que ellos dicen.
El hecho es que la tierra puede perfectamente estar calentándose o estar enfriándose. La tendencia, simplemente, la desconocemos. Si algo han aprendido los climatólogos, desde que esa disciplina se convirtió en ciencia, es que el clima es tan caprichoso como variable, y tan difícil de pronosticar como huidizo al limitado entendimiento humano. Hace mil años, ayer por la tarde en términos geológicos, el clima era más cálido. Hacia el año 1000 de nuestra era los vikingos llegaron a Groenlandia y la llamaron así porque el paisaje era eminentemente de color verde, no en vano Groenlandia en inglés se dice Greenland, Tierra Verde. Hoy la mayor isla del mundo es un casquete polar, un enorme cubito de hielo varado en mitad del Atlántico y prácticamente inhabitable. Por aquel entonces, en el amanecer del segundo milenio, sabemos que la bondad de las temperaturas posibilitó que las áreas de cultivo se extendiesen hasta la misma Escandinavia o que, por ejemplo, la población de Europa creciese notablemente. Los expertos conocen esta época, comprendida entre los siglos X y XIV, como el óptimo climático medieval. Si los climatólogos lo han llamado óptimo será por algo, y es que cuando la temperatura media del planeta sube la vida florece, ha sido así desde que el mundo es mundo y desde que el primer organismo unicelular hizo su debut en el caldo primigenio.
Pero, como ya apunté antes, el clima es cambiante, y al pequeño óptimo de la Edad Media le sucedió lo que se ha denominado como la Pequeña Edad de Hielo que se inició tímidamente en el siglo XV y se extendió hasta bien entrado el XIX. En Londres, por ejemplo, se celebraban ferias sobre el cauce helado del Támesis hasta tiempos de Napoleón, y en Madrid, en la cálida España, existió una pista de patinaje sobre hielo natural en el parque de El Retiro hasta el reinado de Alfonso XII. Si hoy observamos el soberbio río que atraviesa el centro de Londres, o si nos detenemos ante los rosales que hoy ocupan la antigua pista de patinaje de El Retiro concluiremos que el clima se ha calentado, y estaremos en lo cierto. Hace más calor que hace un siglo pero no sabemos porqué. Hace más frío que hace un milenio y tampoco sabemos porqué. La condición humana tiene estas servidumbres.
Algunos astrónomos han apuntado que la causa quizá se encuentre en las manchas solares porque, a fin de cuentas, el único radiador que calienta la tierra es el astro rey y sólo de los rayos que nos regala pueden provenir cambios térmicos de semejante envergadura. Otros buscan los cambios en la oscilación natural del clima. Según esta teoría cada 10.000 años el hemisferio norte se congela para entrar en un letargo de unos 100.000 años. A esto se le conoce como glaciación. Casi toda la orografía de la Europa actual está modelada por los glaciares, y algunas partes del continente han estado durante varios periodos completamente enterradas bajo el hielo. Si la tendencia se mantiene lo lógico es pensar que lo próximo que nos espera es una glaciación porque hace más o menos 10.000 empezaron a retroceder los hielos, es decir, que nos encontramos en el ocaso de un periodo interglaciar.
Ante evidencias de tal magnitud, esto es, clima sumamente variable, glaciaciones brutales y dulces óptimos en los que prospera la vida, los ecologistas apenas pueden ofrecer unos estudios realizados con un ordenador, si, un ordenador como el que tiene usted en casa pero algo más potente. En la matriz de datos de estas computadoras ejecutan unos programas llamados Modelos de Circulación General o MCG a los que suministran una cantidad –siempre limitada- de variables. Las conclusiones son las que ellos quieren. Crean en la memoria de estos ordenadores una atmósfera en miniatura y al antojo del investigador de turno que, por lo general, suele ser ecologista y suele estar concienciadísimo con eso del medio ambiente. Si los resultados no confirman la hipótesis prefabricada del científico, éste seguirá modificando las variables hasta decir eureka y presentarlo como un gran descubrimiento.
Las sucesivas conferencias sobre el cambio climático se han inspirado en los datos extraídos de esos modelos, las decisiones de muchos gobiernos se han tomado partiendo de esos datos, y el célebre y discutido Protocolo de Kioto es la aplicación práctica y a escala global de lo que unos científicos jugando a ser Dios han conseguido sacar a sus máquinas. Tras el presumido consenso de la “Comunidad Científica” viene la campaña de propaganda. Del primero se enteran cuatro, los autores del experimento y dos más aficionados a perder el tiempo con estas cosas. Del segundo, en cambio, nos enteramos todos. No existe organización ecologista que no dé el tostón con lo del calentamiento global. Son además pertinaces e inasequibles al desaliento. Si hace un verano especialmente caluroso es muestra inequívoca de sus teorías. Si llueve más de la cuenta significa que el clima anda como loco y apoya la tesis del calentamiento. Si hace frío, mucho frío, aunque más difícil de defender, también se toma como una evidencia de que algo falla y, naturalmente, de que algo hay que hacer.
Los ecologistas parecen tener en la cabeza una temperatura idónea fuera de la cual todo es sospechoso y antinatural. ¿Cuál es la temperatura ideal de la Tierra?, la actual, la del óptimo climático medieval, tal vez la de la pequeña edad de hielo, o quizá la de la última glaciación que transformó el continente europeo en un inmenso casquete. Ni el más curtido de los auto arrogados defensores del planeta podría contestar a esta pregunta, porque, tras el camelo del calentamiento global, no hay ecología, ni climatología, ni ciencia, ni siquiera sana curiosidad por el devenir térmico del planeta. Detrás del bulo hay ideología, y de la mala. Tras los bastidores del timo de principios de siglo se encuentra un subproducto de la ideología que subyugó a un tercio de la humanidad bajo la hoz y el martillo durante 70 interminables años. El ecologismo es marxismo simplificado, remozado y pasado por la turmix para hacerlo más digerible a las nuevas generaciones. Se vale de lo mismo, de la mentira, de la desinformación y de la propaganda, eso sí, escudándose tras un pretencioso consenso científico que, como dijo un sabio, es siempre el primer refugio de los granujas.