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Seguridad privada y sociedad civil

Publicado en Libertad Digital

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La simplista lógica izquierdista nos dice que, cuando hay un problema en la sociedad, el Estado tiene que intervenir. Si el problema persiste a pesar de la intervención, será necesario incrementar el gasto público. El Estado es infalible, por lo que sus errores sólo pueden deberse a una insuficiencia de medios.

El análisis científico del liberalismo, no obstante, llega a conclusiones diametralmente opuestas. El Estado distorsiona todas aquellas actividades que regula debido a insuficiencias de información, incentivos y, sobre todo, cálculo económico. Cuanto mayor sea el ámbito del Estado, peores serán los resultados obtenidos.

De esta manera, si tenemos un problema y el Estado interviene para solucionarlo, empeorará; y si no somos conscientes de que ese agravamiento se debe al Estado pediremos una expansión del gasto público para remediarlo que, sin embargo, sólo provocará un sucesivo empeoramiento.

Pensemos en los controles de precios. Si el Gobierno quiere impedir que un precio suba demasiado y establece un "precio máximo" inferior al de mercado, los consumidores estarán deseosos por comprar y los productores no estarán dispuestos a vender. En otras palabras, el mercado sufrirá una carestía del bien cuyo precio se ha regulado. Si el Gobierno quiere garantizar el acceso equitativo a ese bien, no tendrá otro remedio que recurrir al racionamiento, esto es, a una confiscación de facto de los bienes para su distribución.

Pero no olvidemos que la gente puede seguir adquiriendo ese bien en el extranjero, por lo que el Estado también deberá establecer un control fronterizo para asegurarse de que "los ricos" no obtengan un acceso preferente. Y para todo esto necesitamos un redoblamiento de la policía, de las inspecciones aduaneras y de los juzgados; esto es, un incremento de los impuestos que sólo empobrecerá aún más a la ciudadanía. Más Estado significa más caos y menos armonía.

Esto también es fácilmente observable en el caso de la policía pública. Al tratar de conseguir mejorar la eficiencia del sector privado en materia de seguridad, el Estado establece una serie de regulaciones torpes e innecesarias que sólo sirven para incrementar los costes de las empresas del ramo y distorsionar su funcionamiento.

Durante la Edad Media se desarrolló en Gran Bretaña un eficaz sistema de seguridad vecinal, por el cual los vecinos gritaban cada vez que contemplaran un delito. Sin embargo, durante el siglo XVII el ayuntamiento de Londres obligó a todo aquel que fuera testigo de un crimen a aprehender al malhechor. Esto socavó las bases de la convivencia y de la cooperación vecinal contra el crimen, ya que muy pocos estaban dispuestos a correr el riesgo de enfrentarse con el delincuente. Así, el Estado transformó la seguridad en una materia predominantemente crematística: "Si quieres que corra el riesgo de protegerte, págame".

Al socaire de estas leyes arbitrarias surgieron las primeras empresas privadas y de guardas vecinales. El problema es que el Gobierno siguió aprobando leyes, con la "noble" tarea de mejorar la eficiencia de estas empresas, y sólo consiguió agravar la situación. Se les exigió una ingente cantidad de papeleo y una jornada mínima de trabajo, de manera que sus costes se dispararon. Todos aquellos vecinos que tan sólo querían dedicar una porción de su jornada semanal a proteger la comunidad a cambio de una ligera recompensa fueron expulsados del mercado.

La reducción de la oferta fue seguida de una seminacionalización de las compañías de seguridad (por ejemplo, los vigilantes nocturnos pasaron a cobrar del erario público, y no de sus clientes), lo que les desvinculó en buena medida de las necesidades de sus clientes. Todo ello condujo a que los delitos dejaran de perseguirse con la misma intensidad que antes (ya que se desvinculaba el salario del resultado). Finalmente, tras una fuerte campaña de publicidad, en 1829 se creó un cuerpo de policía metropolitano público, que contó con 3.000 hombres.

A partir de aquí la historia ya es de sobra conocida. Al igual que pasó con la educación pública, el Estado comenzó a cebar sus cuerpos policiales con el gasto adicional procedente de los impuestos. La seguridad privada fue progresivamente marginada y regulada, hasta el punto de que en la inmensa mayoría de los países europeos el derecho a la autodefensa y a la posesión de armas de fuego ha sido eliminado (en Gran Bretaña la prohibición comenzó en 1903).

Pero todo este incremento del gasto público y del número de regulaciones no ha conseguido reducir el crimen, más bien al contrario. Nunca el Estado ha sido más manirroto en seguridad que ahora, y nunca el crimen y la delincuencia han sido más elevadas.

La razón es idéntica a la que hemos visto antes con respecto a los controles de precios. Cuanto más gaste en seguridad el Estado, cuanto más regule, más estrangulará las iniciativas privadas y comunitarias de asistencia mutua. Esto provoca necesariamente una disminución en la eficiencia de la lucha contra el crimen y, por tanto, un mayor incentivo a abrazar la delincuencia. Este incremento de la violencia trata de combatirse con más gasto policial y más regulaciones, que a la postre sólo favorecen nuevos aumentos de la delincuencia.

Las iniciativas privadas y comunitarias se ven enormemente dificultadas por la legislación estatal. Por ejemplo, hace un mes saltó la noticia de que 23 tiendas de una calle de Valencia habían contratado a dos personas para que vigilaran sus comercios, ante los frecuentes atracos y la absoluta falta de diligencia de la policía local. Con 40 euros al mes por tienda, disfrutan de una patrulla continua durante sus horarios de trabajo. En caso de que tengan algún altercado, basta una llamada perdida al móvil y el vigilante acude de forma inmediata.

Ahora bien, el servicio de seguridad dista mucho de ser inmejorable. Es cierto que los comerciantes están muy contentos (de ahí que sigan pagándoles), pero el único mecanismo defensivo con que cuentan los dos vigilantes es una placa de policía falsa: la intimidación se produce por engaño a los delincuentes.

Las enormes restricciones de la legislación española a la tenencia de armas y a la autodefensa fuerzan a que la seguridad comunitaria tenga un campo de acción muy limitado. Si en lugar de con placas falsas estos individuos patrullaran con pistolas, la difusión de esos servicios sería mucho mayor y, en consecuencia, el crimen se desplomaría.

Sólo las compañías más eficientes en luchar contra los delincuentes prosperarían; las restantes estarían abocadas a la quiebra. Un servicio policial que no acudiera cuando debiera implicaría un cliente perdido.

Las ingentes normas estatales sólo impiden que estas eficaces compañías afloren, pues los burócratas necesitan garantizarse el monopolio de la compulsión. No olvidemos que una sociedad desarmada y sin sistemas de defensa comunitarios es una sociedad postrada ante el Estado y su policía. Lenin decía que un hombre armado podía controlar a 100 desarmados; los impuestos y las regulaciones públicas necesitan estar respaldados por el monopolio de la compulsión. Y el Estado lo sabe.

La privatización y la desregulación de la seguridad son el único camino para reducir la delincuencia y afianzar nuestra libertad. No podemos dejar el zorro al cuidado del gallinero.

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