Empieza septiembre con la sensación de que nuestros gobernantes (la generalización es intencionada) no han hecho los deberes. Nunca la vuelta al cole ha sido tan desconcertante y nociva. Toda la gama de colores del pantone está representada en las opiniones de nuestros políticos, y también en las de la gente de a pie que no sabemos a qué atenernos desde hace demasiado.
Tal vez la desazón es mayor porque padres, profesores y alumnos cerramos el curso académico en el mes de julio como quien sale a la superficie después de un larguísimo ejercicio de apnea bajo el agua. Pusimos nuestros anhelos y esperanzas en que en septiembre la situación estaría más clara, para bien o para mal, y los responsables de tomar las decisiones adecuadas habrían tenido tiempo para plantearse varios escenarios. Pero ya ha llegado septiembre y el panorama es desolador.
La incertidumbre respecto a los colegios y universidades (no la mía, sea dicho) plantea muchos desafíos para las familias españolas. En primer lugar, la formación de nuestra cantera, de quienes van a cargar con el peso de nuestra sociedad. Nuestra misión es formarlos lo mejor posible. Recordemos que la educación es una de las partidas de gasto más fuerte (en torno al 20% del presupuesto de las comunidades autónomas), lo que quiere decir que reclamamos lo que pagamos, no estamos pidiendo que graciosamente las administraciones hagan una concesión a nuestros caprichos.
Pero, además, la incertidumbre respecto a la rutina escolar afecta a los padres que no saben si van a tener que ejercer de tutores, si las empresas para las que trabajan van a permitirles conciliar el cuidado de los hijos cuando no puedan asistir a las clases; y si la familia, en general, está exponiéndose a un riesgo de contagio peligroso debido a la negligencia política. Esto es serio.
Sin embargo, no es la única amenaza que se cierne sobre nuestro futuro económico. Hay otros fuegos dispersos.
Los autónomos liderados por Lorenzo Amor no han cesado de denunciar la situación en la que se encuentran. Son la verdadera base de nuestra economía, no sólo por nuestra estructura económica, sino también por los incentivos públicos contrarios a la empresa, que penalizan el ahorro y favorecen el endeudamiento.
Paradójicamente, los autónomos son los menos atendidos por los gestores públicos. Tal vez porque no hacen huelga ni se lanzan a las calles. El daño sufrido por autónomos y pequeños empresarios debido, no sólo a la pandemia, también a la malas decisiones públicas, unido a la destrucción empresarial a la que seguimos asistiendo, dibujan un escenario preocupante: a corto plazo, porque el desempleo va a llegar a cotas muy altas y, a largo plazo, porque la “reconversión” de los parados hacia el auto-empleo va a ser muy difícil.
El recurso a los fondos europeos debería ser un balón de oxígeno en este panorama. Sin embargo, honestamente, la capacidad de nuestros gobernantes para gestionar crisis sin hacer de ello una campaña política, la falta de criterio a la hora de gastar el dinero de los españoles y la falta de transparencia, no son muy esperanzadores en este sentido.
Las elecciones estadounidenses de noviembre, aunque parece que nos pillan muy lejos, pueden salpicarnos si se recrudece el conflicto comercial con China y se deteriora, aún más, el panorama internacional.
El auge del nacionalismo sin apellidos en tanto que mentalidad que se defiende de los otros para poder reafirmarse uno, es una de las peores amenazas de nuestra sociedad, y si miramos a la historia, con nefastos resultados económicos.
Los economistas que analizamos mirando más allá del dato, y somos capaces de vislumbrar qué sucede en las aguas profundas de las ideas, no deberíamos, ni por un momento, dejar de avisar de esta tendencia que crece como la mala hierba a nuestro alrededor.
El comercio global es un ejemplo de a dónde conduce esa mentalidad. Las consecuencias de la paralización de las cadenas de valor del comercio global son la prueba, para algunos, de que dependemos del exterior y, por ello, hay que restringir el comercio para disminuir la dependencia y alcanzar autonomía económica. Es un error propio de un ideal autárquico más o menos encubierto. Para depender menos del exterior hay que participar más y ser más competitivos. Y no al revés.
En el borrador de mayo del Principia Política del economista libanés Nassim Taleb, se expresa de manera sencilla el rol que debe tener el estado. “El estado no debería ser como una madre libanesa intrusiva, más bien como un tío libanés rico para ayudar cuando sea necesario”.
Para el polémico autor, en aquellas situaciones en las que existe una alta incertidumbre en el mundo, combinada con opacidad causal y probabilística, por paradójico que parezca, el camino a seguir siempre es seguro.
Pero para ello, hay que partir de y basarse en las siguientes premisas axiomáticas: el sistema económico y político es dinámico; es multi-escala, de manera que no se puede actuar igual en todos los ámbitos; y hay que llevar el principio de precaución a gran escala, es decir, ante la duda acerca de un riesgo, mejor no tientes a la suerte. El comportamiento de nuestros representantes electos es el contra-ejemplo de las ideas de Taleb.
Pequeños fuegos por todas partes es una de las serie que he visto este agosto. Comienza con un incendio terrible en una preciosa casa de un barrio residencial una ciudad de Estados Unidos.
El policía, en la primera escena, explica a la protagonista, interpretada por Reese Whitherspoon, que el incendio ha sido provocado porque han encontrado acelerante, pero que no hay un único foco sino que se ha debido a “pequeños fuegos por todas partes”. Ese es mi diagnóstico para septiembre: estos fuegos dispersos pueden arruinar el edificio entero. Queda perseverar, actuar responsablemente cada cual en su universo, y no perder la esperanza de que no empeore el panorama y, más pronto que tarde,