El error de semejante forma de pensar es palmario. Si toda ley tiene que dirigirse conscientemente a elegir entre qué intereses conflictivos debe imponerse, el derecho se convierte en una herramienta de explotación. La cuestión por dilucidar, en última instancia, es qué fines particulares prevalecen, si los de un grupo social o los de otro.
En realidad, el liberalismo no aboga por defender los privilegios de nadie. Defiende los derechos naturales de todo ser humano; nadie está en mejor posición por una concesión exclusiva del poder político, sino porque ha aprovechado de un modo más acertado sus posibilidades de acción.
La libertad no provoca daño alguno, salvo a aquellos que se beneficiaban previamente con su cercenamiento. El capitalismo acaba con los privilegios y permite que las relaciones sociales adquieran un cariz voluntario y útil.
La Ley Antitabaco no es detestable porque suponga una redistribución de privilegios desde los fumadores hacia los no fumadores, sino porque crea unos intolerables privilegios donde antes no los había. El libre mercado no era un instrumento para que los intereses de los fumadores pudieran imponerse sobre el resto; simplemente no los convertía en parias sociales y les dejaba vivir.
Con la nueva legislación liberticida de ZP, el Estado pretende resolver unos problemas que no existían, pues las personas ya habían alcanzado soluciones pactadas y mutuamente beneficiosas. El libre mercado también imponía restricciones a los fumadores.
Bares y restaurantes
En ausencia de regulación específica, los fumadores sólo podían fumar en aquellos bares y restaurantes donde el propietario efectivamente lo permitiera. Viniendo de una situación donde prácticamente todos los bares lo permitían, la decisión dominical puede parecer irrelevante. Sin embargo, no deberíamos olvidar que el objetivo de la gran mayoría de empresarios en este sector es, claro está, ganar dinero, y para conseguirlo no les queda más remedio que ajustarse a las preferencias de los consumidores.
Si la molestia provocada por el humo sobre los no fumadores era tan grande como pretenden hacernos creer los políticos, entonces aquellos bares que permitieran fumar sufrirían una merma muy significativa de clientela en favor de los bares que no lo toleraran. De hecho, en un sector donde la mayoría de locales permitía fumar, abrir un bar donde se impidiera encender un cigarrillo debería haber sido un modo de crear una ventaja competitiva sobre el resto que atrajera a buena parte de la gente. O los empresarios eran tontos o los políticos se han pasado de listos.
El hecho de que casi ningún establecimiento optara por ello no deja de ser ilustrativo del grado de frivolidad de la Ley Antitabaco. Los no fumadores habían aceptado de buen grado que se pudiera fumar a su alrededor; el humo suponía un coste muy inferior al de dejar de acudir a su bar de toda la vida. No había ningún conflicto, salvo el que deliberadamente han creado los dirigentes neoinquisidores con su cruzada contra el fumador.
Lo cierto es que la ley no es especialmente restrictiva en el caso de los locales de menos de 100 metros cuadrados. Al margen de tratar a los clientes como estúpidos púberes incapaces de darse cuenta de si en un bar se fuma o no (de manera que todo propietario debe indicar claramente si se trata de un local de fumadores o de no fumadores), el poder de decisión sigue recayendo en el empresario.
De hecho, la libertad de elección ha provocado que más del 90% de los bares haya elegido seguir permitiendo fumar. Nueva prueba de que el conflicto es inexistente: los no fumadores ya disponen de locales donde claramente se indica que no está permitido fumar, y sin embargo siguen acudiendo a sus locales tradicionales.
Y no por casualidad la ministra de Sanidad ya ha amenazado a los propietarios de bares pequeños con arrebatarles cualquier libertad de decisión en caso de que no prohíban fumar en sus locales. Es obvio que a los políticos no les agrada la libertad ni la armonía de intereses que promueve el mercado: prefieren imponer su voluntad despótica sobre los individuos.
En caso de que la vuelta de tuerca fascistoide de la Ley Antitabaco llegue a completarse, a los fumadores se les expulsará de cualquier local de ocio. A pesar de que los no fumadores seguían teniendo opciones disponibles (acudir a los bares de no fumadores y presionar a la baja sobre los beneficios de los bares de fumadores), y de que no han hecho uso de ellas, los politicastros siguen con su obsesión de erradicar cualquier ápice de voluntariedad en las relaciones sociales.
El caso de los bares de más de 100 metros sí supone una clara violación de la propiedad privada. Quienes deseen permitir fumar en sus locales deberán habilitar una zona aparte, para segregar a los fumadores, que en ningún caso podrá superar el 30% de la superficie del local.
Imaginemos el caso de un bar de más de 100 metros cuya clientela es mayoritariamente fumadora. ¿Qué sentido tiene hacinar a todos los fumadores en un reducido 30% del recinto, mientras el resto de la superficie se encuentra inutilizada?
De nuevo, se crean problemas y conflictos donde no los había. Los consumidores ya podían elegir antes de la ley, sin necesidad de que los políticos cercenaran la libertad de los empresarios. Un local de más de 100 metros y sin ventilación hacía huir a todas aquellas personas que realmente sentían molestias por el humo. Menos mal que la caballería moralista de Salgado ha venido a salvarlos.
El trabajo
Al igual que en los bares y restaurantes, los fumadores tampoco contaban con privilegio alguno en su puesto de trabajo. Los empresarios eran conscientes de que éstos podían crear un ambiente hostil en el trabajo, en el caso de que su humo molestara a los demás. En consecuencia, o bien les aplicaban una rebaja en su sueldo o les reducían el espacio donde podían hacerlo.
Si el empresario juzgaba que el resto de los trabajadores no se verían impedidos en sus ocupaciones por el humo, o bien que la importancia del trabajador fumador era crucial para la empresa (siendo difícil su sustitución), no surgía problema alguno. Los no fumadores no tienen un particular derecho a un puesto de trabajo libre de humos. Lo mismo puede decirse de los fumadores. Cada cual es libre de elegir entre las opciones disponibles, atendiendo a las distintas ventajas e inconvenientes.
En cambio, la Ley Antitabaco prevé la completa prohibición de fumar en el puesto de trabajo. Las opciones quedan sensiblemente reducidas: en lugar de permitir al propietario conciliar las distintas pretensiones dentro de su empresa, se elimina su autonomía.
A partir de la regulación estatal, el empresario no contrata a fumadores o bien les aplica reducciones en el salario para compensar las disminuciones de productividad que suponen los parones para fumar.
No hay término medio, no hay conciliación posible. O los fumadores abandonan tan ruin hábito o padecen las calamidades que les han preparado sádicamente los políticos.
Conclusión
El libre mercado no supone un privilegio para los fumadores, tal y como afirman los partidarios de la Ley Antitabaco; sólo cabría hablar de privilegios en el caso de que, por ejemplo, el Estado obligara a los empresarios a pagar a los fumadores el mismo salario que a los no fumadores, o intentara imponer cuotas paritarias entre fumadores y no fumadores en los Consejos de Administración (cosa que sí pretende en el caso de las mujeres).
En realidad, sin embargo, los fumadores se siguen sometiendo a la propiedad privada en los mismos términos que los no fumadores. Si fumar supusiera una auténtica afrenta a la convivencia no les quedaría más remedio que soportar las restricciones que espontáneamente surgieran. Un pirómano nunca podrá encontrar ocupación en una gasolinera; un alcohólico tendrá vedada la entrada a la barra de un bar; los que no gusten de mantener una mínima higiene no podrán trabajar de relaciones públicas; aquellos que no hayan sido instruidos en la disciplina del protocolo tendrán el paso cerrado a las fiestas o galas de alto nivel.
El mercado crea sus propias restricciones, sin necesidad de que los políticos pisoteen las relaciones voluntarias. Como siempre, la única función de los políticos consiste en crear problemas y enfrentamientos allí donde no los hay. Y es que, de otro modo, ¿cómo justificarían ante la ciudadanía la imposición de monstruosos tributos para financiar las desbocadas burocracias occidentales si no tuvieran "problemas" que resolver?