Con un diagnóstico tan desacertado, era de esperar que Lawrence Summers se precipitara hacia unas recomendaciones insolventes.
Lawrence Summers reunió hace unos meses en el Washington Post los tópicos del pensamiento intervencionista.
Su diagnóstico, muy extendido por otra parte, es que el crecimiento es cada vez menor, lo que nos aboca a un estancamiento secular; la economía se frena y sus beneficiarios son solo una minoría de desiguales, con lo que emergen las protestas populares y su expresión política es el populismo.
El público ha perdido la confianza tanto en la competencia de sus líderes económicos como en su compromiso de servir los intereses generales de las naciones, no los intereses de una elite global.
Pero nada de esto parece ajustarse a los hechos. El estancamiento secular ha sido una y otra vez anunciado por los economistas en los últimos dos siglos, y nunca se ha producido. Las economías están creciendo, la desigualdad ha disminuido en el mundo, en especial debido al crecimiento de dos países tan poblados como China y la India, y las protestas por la desigualdad no dan lugar al populismo (igual es al revés…). Sea como fuere, la desigualdad no guarda una relación con el auge del populismo, puesto que ha obtenido buenos resultados en España, cuya desigualdad en términos de riqueza es de las más bajas de Europa.
En cuanto a que los Gobiernos sirven a los intereses de una elite mundial y no al interés general, eso es pura ingenuidad, que para colmo ignora la teoría económica del último medio siglo, que ha dejado atrás, gracias a James Buchanan, la edad de la inocencia de los economistas con relación al Estado, poniendo el énfasis en cómo la política promueve sus propios intereses, en respuesta a lógicas electorales y a la acción de los grupos de presión.
Con un diagnóstico tan desacertado, era de esperar que Lawrence Summers se precipitara hacia unas recomendaciones insolventes. Para favorecer a las amplias clases medias aconseja «rechazar la economía de la austeridad en favor de la economía de la inversión». Dirá usted: esto no es insolvente sino que está muy bien, pero cuando Summers habla de «austeridad» no se refiere a la que realmente ha existido, es decir, la privada, forzada por los mayores impuestos, sino a la que no ha existido, es decir, la supuesta reducción apreciable del gasto público, que no se ha visto en ninguna parte del mundo. Y cuando habla de «inversión» no habla de la inversión privada voluntaria de las empresas sino de la inversión pública, animada por lo que él anhela: un gasto público mayor, una política monetaria más expansiva y una inflación más alta.
Este keynesianismo es de dudosa eficacia, pero no arredra a Summers para concluir demagógica y absurdamente que lo que necesitamos es
desplazar la cooperación económica internacional de las oportunidades para el capital a los mejores resultados para el trabajo.
Como si fueran incompatibles…