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Tres eran tres los acosos a internet

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Si exceptuamos las dos mayorías absolutas que obtuvo Aníbal Cavaco Silva hace ya dos décadas, la victoria que este domingo cosechó Pedro Passos Coelho en las elecciones legislativas portuguesas es la mayor en la historia del centro-derechista Partido Social Demócrata (PSD). Passos ha sacado más de 10 puntos de diferencia y 32 escaños a su más directo rival, el socialista José Sócrates, que está al frente del Gobierno luso desde hace más de seis años.

En poco más de un lustro el Partido Socialista portugués ha pasado de dominar sin contemplaciones la Asamblea de la República a hundirse, literalmente, en la más negra miseria electoral. Cuando Sócrates llegó al poder en el año 2005 Portugal ya estaba en crisis, de hecho, la agenda de aquellos comicios fue básicamente económica. El país vecino se encontraba ya entonces fuertemente endeudado y su economía era absolutamente incapaz de crecer a pesar de las vacas gordas que entonces se enseñoreaban del continente, especialmente de España.     

En aquel entonces Portugal ya necesitaba reformas y el debate electoral de 2005 se centró en torno a ellas. Se sabía, por ejemplo, que más tarde o más temprano el tamaño del Estado debería reducirse dramáticamente, o que la orgía de crédito barato propiciada desde el BCE traería funestas consecuencias. El PIB portugués se mantuvo plano durante toda la primera década “prodigiosa” del siglo, al tiempo que crecía desmesuradamente el déficit exterior y se empinaba la curva del gasto público.

Pero los portugueses prefirieron mirar hacia otro lado entregando el poder a los socialistas, que incidieron en todos los males pasados e incurrieron en nuevos pecados que han llevado al país a la bancarrota. Tarde y de muy mala manera nuestros vecinos han despertado votando masivamente al otro partido, el de Cavaco y Durao Barroso, que en otros tiempos les trajo tranquilidad materializada en una bonanza económica todavía hoy añorada por los que recuerdan los felices años ochenta.

Como en el caso de España, el vuelco electoral se ha debido más a deméritos del gobernante que a méritos del aspirante. El PSD se ha beneficiado del hartazgo de los portugueses con el Gobierno socialista, que se ha demostrado durante varios años su incompetencia para lidiar con la peor crisis económica del último medio siglo. Poco a poco –en la elecciones de 2009 todavía ganaba con autoridad el PS– los portugueses se han ido percatando que los oficiales que gobiernan el barco son unos ineptos y que ha llegado la hora de probar con otros.

Un fenómeno similar está ocurriendo por toda Europa, especialmente por los países más castigados por la crisis económica. En Irlanda el pasado mes de febrero el populista Fianna Fáil perdió el poder tras 14 años de Gobierno. El taoiseach (primer ministro) Brian Cowen, que gobernaba en coalición con los Verdes, se retiró dejando a su partido hundido en las elecciones generales. Desde la fundación de la República de Irlanda en 1921 nunca un partido en el Gobierno había perdido tantos votos de una tacada. El heredero del desastre fue, una vez más, el partido de la derecha, en este caso el liberal-conservador Fine Gael liderado por Enda Kenny, vicepresidente del Partido Popular Europeo.

El programa que defendió Kenny en los comicios era esencialmente liberal en lo económico. Apostó en plena tempestad de los rescates financieros por la rectitud fiscal y la reforma en profundidad de una economía gravemente herida como la irlandesa. A Kenda Kenny, como próximamente a Pedro Passos y tal vez el año que viene a Mariano Rajoy, le está tocando bailar con la más fea. El necesario ajuste, que debiera haberse llevado a cabo hace tres años, tiene que hacerse ahora con el tejido económico seriamente debilitado. Una mayoría de portugueses e irlandeses se han terminado por dar cuenta de que no existe otra receta para salir de la crisis que poner fin al despilfarro público y acometer las imprescindibles reformas.

Algo similar, aunque fuera de la zona euro y, por lo tanto, con características diferentes, sucedió en el Reino Unido hace poco más de un año. Tras unas elecciones en las que el Partido Laborista de Gordon Brown se derrumbó, el conservador David Cameron formó gobierno con los liberal-demócratas de Nick Clegg. La receta que está aplicando Cameron es la única posible en las circunstancias actuales: rigor presupuestario y estímulo a la creación de riqueza. Exactamente lo contrario de lo que venían haciendo los laboristas desde que estalló una crisis que se ha cebado sobremanera con Gran Bretaña.

El nuevo fantasma que recorre las viejas tierras de Europa no es el comunismo que vaticinaba Karl Marx hace siglo y medio, sino el liberalismo clásico de toda la vida, aquel que propugna un tamaño comedido del Estado, bajos impuestos y la devolución a la sociedad civil de las prerrogativas económicas que le son propias. Una política de brutal realismo no exenta de cierta heroicidad para quien pretenda ponerla en práctica.

La otra opción, la del Estado omnipotente y derrochón que nos sumerge en la sima de la deuda y nos lleva directos a la quiebra, ya la hemos probado. Tan sólo quedan España y Grecia por salir del ciclo socialista. En la primera la victoria sin paliativos del Partido Popular en las municipales es un preludio esperanzador de lo que puede suceder en las próximas elecciones generales. En la segunda el panorama es mucho más negro. Los griegos han diagnosticado mal su enfermedad y, no contentos con eso, quieren remediarla con la medicina equivocada. Sólo el tiempo dirá si consiguen salir de esta.

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