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Trump, China y la trampa de Tucídides

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Se llama trampa de Tucídides al riesgo de que una gran potencia pretenda aniquilar por temores infundados a una potencia emergente.

Me parece bien que el presidente electo Donald Trump respondiera la llamada de Tsai Ing-wen, presidenta de Taiwán. Lo cortés no quita lo prudente. Se trata de una mujer educada e inteligente. Taiwán, pese a todo, es una isla aliada de Washington con la que existen vínculos históricos muy fuertes en el orden económico y militar.

En realidad, ese gesto de cortesía no pone en peligro la política de Una China proclamada desde tiempos de Jimmy Carter. El presidente de Estados Unidos tiene derecho a hablar con quien desee y la diplomacia china no debiera ser tan quisquillosa y sensible por asuntos simbólicos.

No obstante, resulta mucho más peligroso amenazar a ese país con sanciones económicas y tarifas arancelarias debido a la balanza comercial favorable que China posee con relación a Estados Unidos, como si las transacciones comerciales arrojaran una suma cero en las que uno gana todo lo que el otro pierde. Francamente, yo pensaba que Donald Trump tenía una mejor comprensión de los fenómenos económicos.

A Estados Unidos, en números grandes, no le perjudica contar con una enorme fábrica en el Pacífico que suministra bienes a los consumidores norteamericanos entre un 30 y un 40% más baratos que si fueran productos equivalentes fabricados en Estados Unidos, a cambio de un papel moneda totalmente hegemónico que no tiene otro respaldo que el inmenso prestigio del país emisor.

Es verdad que algunos trabajadores norteamericanos pierden sus empleos debido a la competencia china, pero el ahorro por los bienes adquiridos en ese país se transforma en otros empleos creados en Estados Unidos. No en balde el nivel de desocupación de la fuerza laboral norteamericana es de apenas un 4,6%. La globalización de la economía es una bendición general, aunque pueda ser una maldición particular. Si hay un país que no debe quejarse de ella es Estados Unidos.

La preocupación por la balanza comercial es una manía mercantilista que fue descartada desde fines del siglo XVIII por pensadores como Adam Smith. Una parte sustancial de los beneficios que obtienen los chinos (o las compañías norteamericanas que allí fabrican) los emplean en la adquisición de bienes norteamericanos, en la compra de bonos del tesoro de Estados Unidos y en sostener a decenas de miles de estudiantes asiáticos en el sistema universitario norteamericano.

Otra parte muy importante se destina a la adquisición de soja de Argentina, cobre de Chile o petróleo de México, entre muchas commodities; países que, a su vez, compran productos norteamericanos, completando un círculo de comercio globalizado que no es posible desglosar claramente. No obstante, ¿es tan difícil entender que el sofisticado escáner o el avión Boeing adquirido por México o Chile en Estados Unidos es la consecuencia de una transacción previa entre ese país y China? La globalización es precisamente eso.

China es, además, el mayor tenedor extranjero de deuda norteamericana: cerca de un billón y un tercio de dólares (trillón y un tercio si lo decimos en inglés), seguido de cerca por Japón. Si comenzara una guerra comercial entre Washington y Pekín, y los chinos pusieran a la venta sus bonos o una parte de ellos, Estados Unidos debería hacer más atractiva su deuda aumentando los intereses, lo que repercutiría terriblemente en el pago total y obligaría al país a aumentar los impuestos para hacer frente a las obligaciones, dado que la deuda norteamericana ya sobrepasa el 106% del PIB.

Y queda, claro, el ángulo moral. Existe la soberanía del consumidor, que el señor Trump, el señor Sanders y todos los proteccionistas deberían aprender a respetar. Si a un consumidor le da la gana adquirir una camisa o una computadora china, alemana o canadiense, es totalmente injusto y arbitrario obligarlo a desistir de su elección mediante la aplicación de aranceles que encarezcan el bien en cuestión.

Como también es una perversión de la economía de mercado que Trump llame al CEO de Carrier y le ofrezca ventajas económicas para permanecer en Estados Unidos. Esos subsidios, que salen del bolsillo de todos los contribuyentes, son contrarios a la esencia de un sistema basado en la competencia en precio y calidad que rechaza cualquier forma de favoritismo.

El presidente de Estados Unidos no es un monarca absolutista que elige a los cortesanos que desea premiar en detrimento del resto de los productores, como tampoco ostenta la facultad de preferir a unos trabajadores en lugar de a otros. Esa nefasta práctica, que tiene mucho de welfare corporativo, de «capitalismo de amiguetes» (crony capitalism), y que es una de las peores variantes del populismo clientelista, es contraria a las reglas de la Organización Mundial del Comercio que Estados Unidos contribuyó a crear.

Asimismo, es absurdo y peligrosísimo que Donald Trump vea a China como un enemigo, y que en el pasado le haya parecido razonable que países como Japón y Corea del Sur fabriquen armas atómicas para defenderse de un hipotético ataque nuclear. La proliferación de este tipo de armamento aumenta exponencialmente el riesgo de una guerra que no se circunscribirá al sudeste asiático: será planetaria.

Graham Allison, profesor de Harvard, ha llamado la trampa de Tucídides al riesgo de que una gran potencia pretenda aniquilar por temores infundados a una potencia emergente. Fue así, según el general e historiador Tucídides, como Esparta desató contra Atenas la Guerra del Peloponeso hace 2.400 años. Ojalá Trump no caiga en esa trampa contra China. Sería devastador para todos.

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