Donald Trump no cree en un mercado sanitario más libre, tampoco la mitad o más de los legisladores republicanos.
Donald Trump ha asombrado a todo el mundo con su activismo político. Desde el primer día ha firmado órdenes ejecutivas (algo parecido a nuestros decretos), ha propuesto leyes, ya tomado decisiones sobre la Administración y sobre el Ejército, ha reformulado la política fiscal, ha descartado ciertos objetivos sociales y asumido otros que son nuevos en Washington, ha nombrado a las personas que dirigirán su Administración, ha nombrado un miembro del Tribunal Supremo… Ha impreso, en definitiva, esa urgencia de los empresarios por lograr que nada de lo previsto quede sin hacer.
De hecho, recientemente ha dicho de sí mismo que es el presidente más efectivo de la historia. No lo es, como tampoco es el más humilde de los que han ocupado su cargo. No hay que negarle haber demostrado una capacidad política notable para no ser un político profesional, aunque siempre los ha tenido muy cerca, como demuestra entre otras cosas su larga amistad con la corporación Clinton.
Pero una cosa es construir un muro, firmar una prohibición de viajar a los Estados Unidos (parcialmente frenada por los jueces), o retirar fondos a organizaciones que promuevan el aborto como una panacea, y otra muy distinta entrar en la primera división de la política, que está en la Cámara de Representantes y en el Senado. El sistema político estadounidense está diseñado para que el centro de la política esté ahí, en el Congreso, con una cámara elegida con un criterio de población (Representantes), y la otra sobre la base de los Estados (Senado). La Constitución prevé un reparto de papeles entre ambas, con algunas actuaciones conjuntas, lo que asegura un toma y daca que favorece el debate y mitiga los excesos de un Parlamento único y mayoritario. Es, en definitiva, un juego muy complejo en el que los Presidentes tienen, en el plano político, un papel preeminente, pero en el institucional, secundario. Es en el Congreso donde triunfan o fracasan los presidentes. Y es en este terreno donde acaba de encallar Donald Trump.
Los republicanos prometieron a los votantes acabar con Obamacare desde el mismo día en el que el presidente que le ha dado su apodo a la reforma sanitaria estampó en ella su firma. Las elecciones de 2016 suponen la oportunidad histórica de los republicanos de cumplir con su palabra, y lo mismo vale para Donald Trump, que ha ganado unas elecciones echando pestes sobre la sanidad obamita.
Es cierto que Obamacare no ha sido un éxito. Ha demostrado ser carísima, y aunque ha logrado extender la cobertura en cierto grado, tiene enormes problemas, que son más evidentes según pasa el tiempo. De hecho, es una política bastante impopular. O lo era, hasta que los estadounidenses han visto que podía ser substituida por una alternativa de factura republicana.
La Cámara de Representantes, que es la que controla los presupuestos, y que tiene una importante mayoría republicana importante, ya tuvo problemas para aprobar un texto con la mayoría suficiente. En realidad, la nueva propuesta es un trasunto del Obamacare, con su socialización progresiva del sistema sanitario, pero un poco más barato a base de hacer que haya menos personas sin cubrir por el manto de la legislación federal. Y hay una parte de los republicanos que eso de asumir la política socialista de Obama, aunque sea a medias, no les convence.
Con todo, y tras un intento fracasado, la Cámara de Representantes acabó por aprobar una reforma. Pero ha fracasado en el Senado. Ron Paul, el senador libertario, liberal diríamos en España, por Kentucky, dijo desde el principio que con su voto no podían contar. Luego ha habido más defecciones, y la exigua mayoría republicana se ha desvanecido. La alternativa a Obamacare, auspiciada por los republicanos, inspirada y apoyada por Donald Trump, ha fracasado.
A partir de aquí, el GOP y el presidente tienen que replantearse qué hacer para cumplir con sus promesas a los electores. Una opción es trabajar con los demócratas para reformar los peores aspectos de Obamacare. Pero por un lado hay grandes diferencias. Los demócratas no van a permitir que no se extienda Medicaid (la sanidad pública para los pobres), tal como está previsto en la ley actual. Pero por otro, éstos no van a sentarse a negociar si los republicanos no renuncian a revocar Obamacare. Si pasan por el aro, los Republicanos habrán renunciado a una parte importante de su política, y Obamacare no desaparecerá nunca, como no lo han hecho Medicaid y Medicare desde Lyndon Johnson.
Tienen otra opción, que es revocar Obamacare sin ofrecer una alternativa. No pasaría más que se volvería de forma automática al sistema anterior. Pero por un lado irritarían a una parte de la sociedad que se beneficia de la reforma de Obama, y por otro demostrarían tener más capacidad para deshacer que para proponer alternativas.
¿Qué les queda? Donald Trump ha propuesto, cínicamente, dejar las cosas estar y permitir “que fracase Obamacare”. Ya lo está haciendo. Pero la Administración Trump va a seguir poniendo de su parte. Hay menos dinero para animar a los estadounidenses a que se sumen a ella, y más para explicar porqué es un fracaso. No protesta cuando alguno de los Estados aplica la ley con menos beneficios de los previstos.
Y aún podría lanzar una auténtica bomba. El gobierno federal se gasta 7.000 millones de dólares en subvencionar primas para estadounidenses con bajos ingresos. Si reduce esa cantidad, el efecto sobre Obamacare puede ser brutal. Trump ya ha sugerido que podría hacerlo, y de forma inmediata. La ley penaliza fiscalmente a los ciudadanos que no cubren su sanidad con un seguro, pero eso también podría cambiar.
Dar esos pasos podría aumentar la urgencia de reformar la sanidad. Pero no servirá de nada si los Republicanos no ofrecen una alternativa real, y los votantes, que en 2018 renuevan toda la Cámara de Representantes y un tercio del Senado, podrían darles la espalda si ven que es la política de Trump la que degrada el mercado sanitario. Esa alternativa tendría que ser liberal, que confiase mucho más en el mercado. Además de más barata y efectiva, permitiría al GOP ofrecer una alternativa de verdad al socialismo sanitario de Obama.
El único problema que tiene esta opción es que Donald Trump no cree en un mercado sanitario más libre, tampoco la mitad o más de los legisladores republicanos, y el propio pueblo estadounidense lo rechazaría.
Obamacare está aquí para quedarse.