Trump ha dicho en voz alta lo que muchos norteamericanos piensan pero solo confiesan en círculos de confianza. El miedo al hispano está muy extendido por toda Norteamérica
El circo mediático de este año en Estados Unidos ha incorporado un nuevo e inesperado intérprete. Cabría esperar que, en un país sometido como ningún otro a la servidumbre de la corrección política, ese nuevo actor fuese la enésima reedición de la neumática Kim Kardashian, pero no, se trata de Donald Trump, un político o, mejor dicho, alguien que aspira a serlo. Desde el primer día que se postuló como candidato a las primarias republicanas el millonario neoyorquino supo que o entraba como elefante en una cacharrería o su candidatura iba a pasar desapercibida. Y nunca mejor traída la comparación porque el símbolo del Partido Republicano es precisamente ese, un elefante. A fin de cuentas no es la primera vez que un multimillonario trata de hacer fortuna política en las elecciones federales. En los primeros noventa un tal Ross Perot, un empresario tejano enriquecido gracias a la entonces naciente industria de la electrónica, consiguió resultados históricos. Eso sí, situándose al margen del sistema bipartidista. Perot, tejano como digo y más bien de derechas, fracturó el voto republicano en el 92 y el 96 regalando dos mandatos triunfales al demócrata Bill Clinton.
El caso de Trump es diferente. En lugar de montarse un partidillo personal e intransferible, míster Trumpster ha preferido encabalgar la desesperanza de los republicanos, que no dan una a derechas desde que fueron desalojados de la Casa Blanca hace ya seis interminables años. No es tarea fácil devolver la ilusión a un partido ayuno de un liderazgo natural desde el George W. Bush posterior al 11-S e inmerso en una crónica crisis de ideas desde el fin de la era Reagan. Trump tampoco las tiene, pero si dispone de cierta habilidad para tocar la fibra sensible de la América blanca mientras enerva al resto del país con sus bravatas, especialmente a los santones de la izquierda yanqui, que son tan intocables y ungidos como en España, o incluso más.
La cuestión, y eso es lo que no se está sabiendo ver desde fuera, es que el papel de gringo cabreado que Trump interpreta –con bastante éxito, por cierto– es exactamente el que una parte considerable del electorado conservador pide a gritos desde hace años. El de Trump es el postrer grito de la América WASP (blanca, anglosajona y protestante) momentos antes de su inevitable disolución como una minoría más dentro de un país conformado esencialmente por minorías cuyo nexo de unión es, o debería ser, el respeto a la Ley. La mayor riqueza y, al menos a mi juicio, la mayor fortaleza de los Estados Unidos, su diversidad, supone para muchos una amenaza, un presagio del fin de Estados Unidos tal y como lo hemos conocido.
El año pasado, por ejemplo, se jubiló el último de los jueces del Supremo que profesaba el protestantismo. Hoy son todos católicos y judíos. La noticia se difundió por todo el país como lo que era, una genuina novedad que no se había dado nunca en los 225 años de historia de la institución. Hace cincuenta años algo así hubiese sido impensable. Casos como este se repiten por toda la geografía nacional. Los licenciados universitarios ya son en su mayoría pertenecientes a otras razas/culturas no consideradas canónicamente como “norteamericana”. En Berkeley, antiguo fortín de la élite WASP de California, seis de cada diez graduados no son de raza blanca y una porción nada despreciable de ellos provienen de familias emigrantes en primera o segunda generación. Algo similar lleva años sucediendo en las mejores universidades del país, incluidas las de la costa este. En Harvard solo la mitad de los estudiantes son blancos, en Princeton el 46% y en el MIT de Massachusetts el 36%.
Trump, que ni es sociólogo ni nada que se le parezca, conoce bien los temores de sus potenciales votantes. A ellos se ha dirigido con fuerza. Ha atacado al objetivo más fácil, que es también el más visible: los mexicanos. Ha dicho en voz alta lo que muchos norteamericanos piensan pero solo confiesan en círculos de confianza. El miedo al hispano está muy extendido por toda Norteamérica. Son demasiados, no paran de entrar, tienen sus países de origen muy cerca y, lo que es peor, la mayoría perseveran en su identidad hispánica durante varias generaciones, algunos incluso no la abandonan nunca porque su peso demográfico es tal que han transformado Estados enteros como Florida, Nuevo México o California.
Estados Unidos no estaba preparada para esto. Los inmigrantes alemanes, polacos o lituanos que entraron hace un siglo se disolvieron rápidamente en su nueva patria de adopción. En función de su número hicieron algunas aportaciones culturales pero en solo una generación olvidaron la lengua de sus ancestros y sus pautas culturales. En Minnesota es fácil encontrar apellidos suecos en la guía telefónica pero apenas queda ya nadie que hable una sola palabra de sueco. Ídem con los italianos de Nueva Jersey, con los alemanes de los Grandes Lagos o con esa pequeña comunidad de pastores vascos que se instaló en las montañas de Idaho, por más que el Gobierno Vasco insista en ver en ellos a una suerte de tribu perdida de los hijos de Aitor.
El hispano en cambio es contumaz. Aprenden inglés sí, pero sin olvidar el español. No vienen de un solo país, sino de muchos pero, una vez en EEUU, han sabido ponerse de acuerdo y alumbrar una identidad propia de la que muchos se sienten orgullosos y que está condicionando desde hace tiempo una american culture que ya se expresa en dos idiomas. El capitalismo americano lo entendió hace tiempo y, a efectos de mercado, es ya un país bilingüe, de hecho el primer mercado hispanohablante del mundo. La América de este siglo quizá siga dominando el mundo, pero ya no será como la del siglo pasado. Trump lo sabe, y por eso ladra.