Trump no solo supone una amenaza para la libertad económica, sino también para las libertades civiles.
La victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses abre un panorama económico muy incierto: no sólo por su animadversión hacia el libre comercio y la globalización o por su irresponsable programa fiscal, sino por la propia imprevisibilidad del personaje. Cualquier cosa puede suceder colocando a un populista con pulsiones autoritarias al frente de la primera potencia mundial.
De hecho, los peligros potenciales de una presidencia de Trump no se limitan al ámbito económico: también se extienden al ámbito de los derechos civiles —deportación masiva de inmigrantes— y de las relaciones exteriores —enfrentamiento diplomático con China o México—. El poder que acumula el jefe del Estado es tan gigantesco que nuestras libertades, sociales y económicas, quedan sometidas en gran parte a sus solos designios. ¿Y por qué? Pues porque ha ganado las elecciones. Esa es la cuestión sobre la que deberíamos reflexionar profunda y sinceramente: ¿debe una sola persona (o una camarilla de personas) acumular tanto poder político como para disponer de nuestras libertades individuales por mucho que cuente con una mayoría de votos populares.
Durante décadas hemos sacralizado la democracia como la quintaesencia de un orden social pacífico: cualquier asunto que sea decidido democráticamente cuenta ipso facto con una presunción de legitimidad social. Como mucho, aceptamos restringir la autoridad del poder político mediante las limitaciones constitucionales que, a su vez, son el resultado de una votación democrática previa. Pero cuando las constituciones son tremendamente laxas y difusas a la hora de establecer restricciones al poder político, de facto les estamos otorgando a nuestros gobernantes un poder cuasi absoluto: autócratas en potencia que esperamos no se desmadren en sus delirios liberticidas.
Algunos, apenas una minoría de aguafiestas —los liberales—, hemos venido advirtiendo desde hace tiempo contra el enorme poder acumulaban nuestros Estados a través del rito electoral. Parecería que las urnas mandan digan lo que digan, lleguen hasta donde lleguen. La práctica totalidad de los ciudadanos han hecho oídos sordos contra tales advertencias porque, en el fondo, aspiraban a instrumentar ese enorme poder en su propio beneficio ideológico: mientras únicamente se recortaran las libertades económicas —impuestos, regulaciones comerciales, aranceles, inflación, emisión de deuda pública, provisión pública de la educación, mandato obligatorio de sanidad, etc.—, no parecía haber ningún problema en que “el pueblo” hablara para imponer su voluntad a todas y cada una de las personas que componen nuestras diversas y heterogéneas sociedades.
Pero la victoria de Trump cambia el terreno de la amoralidad en la que se movían muchos: a ojos de una parte significativa de la población estadounidense y europea, el republicano no sólo supone una amenaza para la libertad económica, sino también para las libertades civiles. Quizá en este momento (o en el futuro, conforme otros populismos liberticidas continúen cobrando fuerza en el Viejo Continente), algunas personas comiencen a reflexionar sobre los límites de la autoridad política: si la democracia impulsa abrumadoramente al poder a un líder populista, ¿debemos subyugarnos mansamente a sus caprichos por el mero hecho de que proceda de las urnas o, en cambio, deberíamos exigir una estricta limitación del poder de los políticos (y de la política) para que su margen de actuación quede absolutamente contingentado y subordinado al respeto de las libertades individuales?
Ése es el dilema al que tendrán que enfrentarse muchos ciudadanos que hasta la fecha han mostrado un vergonzoso servilismo ante el imparable avance del poder estatal: o acatar los deseos liberticidas de la mayoría o exigir a la mayoría respeto a la libertad de las minorías. Al cabo, la piedra angular de la convivencia pacífica en sociedad no es que las mayorías tengan el derecho a imponerse arbitraria e ilimitadamente sobre las minorías, sino que las mayorías se sientan obligadas a respetar a las minorías y viceversa. O dicho de otra forma, en lugar de obsesionarnos con “perfeccionar” la democracia para que ésta refleje más fielmente las preferencias de “la gente”, tal vez deberíamos preocuparnos por limitar el poder político que esa democracia otorga: la clave, más bien, tendría que pasar por reconocer que la soberanía sobre nuestra libertad personal no debería depender del arbitrio amoral de la mayoría, sino del escrupuloso respeto de cada uno hacia los demás.
Ojalá la victoria por incontestable mayoría de Trump lleve a muchos a reflexionar sobre una proposición básica: no debemos aspirar a tener un buen amo, debemos aspirar a ser dueños de nuestro propio destino limitando absolutamente el poder de aquellos a los que hoy autorizamos a controlarnos.