En política los grandes planes suelen salir mal. En ese gremio la suerte no ayuda a los audaces, ayuda a los prudentes, a los que tratan de mantenerse dentro de la foto sin significarse demasiado y sin que se acierte a ver como el colmillo afilado sobresale por encima del labio superior. No lo digo por la farsa tragicómica de traiciones, puñaladas y confidencias desde el talego que nos está regalando el PP de Madrid en los últimos días. Eso es caza menor. Lo digo por el ridículo que ha hecho Alexis Tsipras solo un mes después de haber ganado las elecciones. Si hubiese medido más sus palabras en la campaña hoy no se vería en estas. Tsipras, a diferencia de Pablo Iglesias, es un político profesional. Lleva muchos años viviendo de esto, politiqueando desde que andaba por el instituto. Solo de jefe de la oposición ha pasado más de un lustro. Así que a lo peor se lo cree y todo. Podría ser, los comunistas –y Tsipras lo es desde la adolescencia– siempre han sido muy dados a tragarse sus propias patrañas.
La batalla de Tsipras era contra la realidad, empeño encomiable pero quimérico. El programa de Syriza partía de dos presupuestos básicos de los que emanaba el resto: que la deuda se podía dejar de pagar sin consecuencias, y que, una vez consumado el impago, alguien entregaría una cantidad ingente de dinero a su Gobierno para que financiase un colosal paquete de gasto que, por sí mismo, acabaría con la crisis de un plumazo. De lo primero se encargaría el superministro Varoufakis –un juguete roto del que ya nadie se acuerda–, de lo segundo él mismo en carne mortal y espíritu justiciero. Pintaba bien, pero era improbable encadenar ambos eventos más allá de la imaginación de los propios líderes de Syriza, que de tanto repetir los mantras los tomaron por una suerte de verdad revelada. Nótese que, a pesar de lo apetecible de las promesas, solo el 36% de los votantes se decantó por el partido de Tsipras, lo que demuestra que una mayoría de griegos desconfiaba de soluciones mágicas.
Abajo, en el infierno de lo real, Tsipras no ha tardado en comprobar que en la Unión Europea están muy hartos del Gobierno griego. No ya de este, sino de todos los anteriores, un hato de farsantes que fueron empalmando una mentira tras otra, un incumplimiento tras otro sin el más mínimo pudor. La capacidad de negociación de Tsipras estaba por tanto muy mermada. Con una economía insignificante y en estado terminal llegar fanfarroneando como un chulo de feria a Bruselas no era la mejor idea, pero sí era el único cartucho que el Gobierno de izquierda radical tenía para contentar a sus votantes, a quienes llevan años prometiéndoles el oro, el moro y el fin de los sacrificios.
Por sacrificio hay que entender algo tan elemental como que el Estado griego viva de lo que recauda, y no de una perpetua línea de crédito exterior con la que sostener y acrecentar un sector público inmenso e hipertrofiado. Los padecimientos de los griegos, que han sido múltiples en los últimos años, no se deben a la severidad de Angela Merkel, sino a la estructura misma de un país que todo lo espera del Gobierno. El encantamiento ha durado exactamente un mes. No podía durar mucho más. Ahora Tsipras tiene que decir la verdad a su gente. Tiene que decirles, por ejemplo, que el gasto público no crecerá, que será imposible contratar nuevos funcionarios o que el plan de privatizaciones del Gobierno de Samaras seguirá su curso como si nada hubiese pasado. La realidad es así de ingrata. “El poder es la impotencia”, cuentan que le dijo Calvo-Sotelo a Felipe González el día que le entregó las llaves de la Moncloa. El gobernante de un país en quiebra no debe prometer cosas que va a ser incapaz de cumplir. Eso es exactamente lo que hizo Tsipras antes de las elecciones. Podría rebelarse y dar carpetazo final al asunto sacando a Grecia del euro para, a continuación, llevar a cabo su programa con dracmas devaluadas. Podría sí, pero es poco probable que lo haga. De meterse en un plan semejante la quiebra sería prácticamente inmediata porque nadie va a dar tanto al Gobierno griego a cambio de tan poco como le ha dado la denostada troika. Ni Rusia, ni China ni el sursuncorda.
Los números, por más que Varoufakis los haya retorcido hasta dejarlos irreconocibles, son tozudos. Grecia produce poco, gasta mucho y, para colmo, está pésimamente administrada, la corrupción campa a sus anchas y el imperio de la ley languidece. Crear dinero de la nada no es crear riqueza, es destruirla. Si el recurso de la imprenta funcionase de verdad no habría que preocuparse por nada, no habría siquiera economía, todos viviríamos en Jauja y el activo internacional de reserva serían los cartuchos de tinta de HP. Bastaría con una impresora a color sencillita, un sello del banco central y una buena provisión de tinta y papel para esquivar por siempre la pobreza. Insisto en este punto porque por estos pagos los hay que repiten a diario la letanía de la redención a través de la así llamada “soberanía monetaria”. No hay ninguna soberanía en la inflación y su cohorte de miserias. Pero nadie aprende en cabeza ajena. Su infierno al final bien podría ser el nuestro.