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Uber beneficia a todos

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Competencia deslealintrusismo o legalidad son excusas que utilizan políticos y empresarios para defender los intereses de algunos en detrimento del resto. Cuando un determinado sector ve amenazado su modelo de negocio suele reclamar la protección del Estado para tratar de garantizar su posición de primacía mediante la aprobación de trabas, barreras o prohibiciones a la competencia. El taxi es tan solo un ejemplo más. Su actividad está estrictamente regulada mediante un sistema de licencias y tarifas administrativas ideado para restringir la oferta de forma artificial con el único fin de elevar los precios. No por casualidad el número de licencias de taxi lleva décadas estancado: en Madrid han pasado de 15.500 en 1994 a 15.700 en 2012, mientras que en el conjunto de España permanecen en el entorno de las 70.000. El objetivo de esta parálisis no es otro que el de encarecer las licencias -en algunas ciudades el precio supera ampliamente los 100.000 euros- e incrementar el uso lucrativo de las mismas a costa del consumidor y otros potenciales taxistas.

Sin embargo, este sistema ha quedado completamente obsoleto tras la llegada al mercado de aplicaciones que ponen en contacto directo a conductor y usuario a través del móvil. Plataformas como Blablacar, Cabify o Uber están revolucionando el sector del transporte privado y, por mucho que pataleen los taxistas, han venido para quedarse. Esta particular guerra la tienen perdida de antemano, como la perdieron en su día las todopoderosos discográficas tras el nacimiento de Napster y las posteriores redes P2P, los grandes medios impresos frente al periodismo digital y tantas otras compañías o negocios que han sido superados por sus rivales a lo largo de la historia a base de satisfacer mejor las necesidades del cliente.

Y la cuestión aquí es que, se mire por donde se mire, el servicio que ofrece Uber supera en mucho al del taxi por numerosas razones: precio -cuesta casi la mitad-, comodidad -vía móvil- y prestaciones -pago automático con tarjeta, conocimiento de ruta y tarifa por anticipado e incentivos para ofrecer un servicio de calidad-. Además, sus ventajas son extendibles, igualmente, a los conductores, ya que trabajan para sí mismos, gozando de una gran flexibilidad, sin necesidad de pagar una licencia desorbitada y con costes muy reducidos, lo cual se traduce en un salario mucho más alto y una mayor satisfacción laboral. Un conductor de Uber en Madrid puede ganar, actualmente, una media de 3.000 euros al mes trabajando unas 10 horas al día, en la capital de Colombia multiplican por cuatro el sueldo de un taxista, mientras que en ciudades como Nueva York o San Francisco las ganancias suelen alcanzar los 6.000 y 4.600 euros al mes, respectivamente.

El éxito que están cosechando este tipo de aplicaciones colaborativas, y no sólo en el sector de transporte, es, simplemente, arrollador. En concreto, Uber opera ya en 50 países y más de 250 ciudades, y en el último año ha multiplicado por seis su actividad, empleando a decenas de miles de conductores y atendiendo a millones de pasajeros alrededor del globo. La rapidez y rotundidad con la que ha conquistado el mercado es la mayor prueba de que Uber beneficia a todos, consumidores y conductores, salvo, eso sí, a los propietarios de las licencias de taxi, que, como es lógico, ahora ven peligrar su inversión y su particular modelo de negocio. Prohibir o dificultar este servicio para mantener intacto el tradicional blindaje del taxi resultaría tan absurdo como, en su día, tratar de impedir los CD para salvaguardar la industria del cassette, los mp3 para proteger los CD, el ordenador personal para mantener viva la antigua máquina de escribir y así sucesivamente… No tiene sentido y, además, resultaría muy perjudicial, salvo para unos pocos. Las sociedades que avanzan son aquellas que aceptan, impulsan y promueven los cambios para mejorar, no las que se quedan enquistadas en modelos obsoletos para mantener a toda costa el statu quo.

En el fondo, la polémica en torno a Uber y los taxis no es más que un nuevo capítulo de los sofismas económicos que tan magistralmente describió Frédéric Bastiat en la primera mitad del siglo XIX. Recuerden su "Petición de los fabricantes de velas", donde la industria solicitaba al Gobierno francés la adopción urgente de medidas proteccionistas para combatir a un poderoso competidor:

Sufrimos la intolerable competencia de un rival extranjero colocado, por lo que parece, en unas condiciones tan superiores a las nuestras en la producción de la luz que inunda nuestro mercado nacional a un precio fabulosamente reducido; porque, inmediatamente después de que él sale, nuestras ventas cesan, todos los consumidores se vuelven a él y una rama de la industria francesa, cuyas ramificaciones son innumerables, es colocada de golpe en el estancamiento más completo. Este rival, que no es otro que el Sol, nos hace una guerra tan encarnizada que sospechamos que nos ha sido suscitado por la pérfida Albión (…)

Demandamos que tengan el agrado de hacer una ley que ordene el cierre de todas las ventanas, tragaluces, pantallas, contraventanas, postigos, cortinas, cuarterones, claraboyas, persianas, en una palabra, de todas las aberturas, huecos, hendiduras y fisuras por las que la luz del Sol tiene la costumbre de penetrar en las casas, en perjuicio de las bellas industrias con las que nos jactamos de haber dotado al país, pues sería ingratitud abandonarnos hoy en una lucha así de desigual.

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