Los setenta fueron una década nefasta para la causa de la libertad. La derrota incondicional en Vietnam, los escombros del mayo parisino, el triunfo de la revolución cubana, la proliferación de guerrillas en la América hispana y de bandas terroristas en Europa, el afianzamiento y expansión del sistema soviético, que esclavizaba a cerca de la mitad de la población mundial, llevaron a que las sociedades abiertas fuesen abjurando de sus convicciones. El socialismo era algo inevitable. Más tarde o más temprano la humanidad toda terminaría rindiéndose a sus encantos. No era una casualidad. Las universidades europeas, marxistizadas hasta el tuétano, llevaban medio siglo disparando a discreción contra el edificio judeo-cristiano y liberal que guardaba las esencias de Occidente. Un edificio ya corroído por la carcoma y abandonado por la desidia de quienes decían custodiarlo.
En ese momento, cuando todo parecía perdido, sucedió lo impensable en el más insospechado lugar del globo. En 1971, un grupo de siete soñadores capitaneado por el ingeniero guatemalteco Manuel Ayau Cordón, se armaron de coraje y fundaron una universidad en su pequeña y aperreada patria. Pretendían crear un centro de centro académico muy especial, un oasis donde, aparte de formarse convenientemente, los estudiantes lo hiciesen con criterio. Con un espíritu emprendedor fuera de lo común, este español de ultramar y sus socios levantaron en mitad de un bosque tropical un templo del saber consagrado a la excelencia educativa y la difusión, en sus propias palabras, “de los principios éticos, jurídicos y económicos de una sociedad de personas libres y responsables”.
Propósito ambicioso que iba preñado de un proyecto inédito, no ya en los países de habla hispana, sino en el mundo entero. Para que quedase clara su voluntad de romper con lo que existía, bautizaron a la nueva universidad con el nombre de Francisco Marroquín, un religioso montañés que llegó hasta Guatemala en el siglo XVI junto a los hombres de Alvarado. Marroquín fue el primer obispo de Guatemala y el primero de lo que entonces se conocía como “Tierra Firme”, es decir, el continente americano en todo su esplendor.
Con esa carta de presentación –el nombre de un obispo políticamente incorrecto y la libertad individual por bandera– echó a andar la Universidad Francisco Marroquín hace ya cuarenta años. En todo este tiempo, que es mucho a escala humana pero poco si lo comparamos, por ejemplo, con la intelectualmente anodina Universidad de Salamanca (fundada en 1218 por Alfonso X), la Marroquín se ha convertido en un referente mundial. Que era eso, y no otra cosa, lo que sus padres fundadores pretendían el día que anunciaron su intención de abrir una universidad en medio de un páramo a medio conquistar por la guerrilla castrista.
Algo ha tenido que ver en ello la figura del propio Ayau, fallecido recientemente. Un hombre de una pieza, de hormigón armado, inasequible al desaliento, un idealista de los pies a la cabeza, pero de ese tipo de idealistas que le hacen bien a la humanidad y no de la variedad jacobina tan del gusto de la izquierda mundial. Estaba convencido de que el mundo lo gobiernan las ideas y que, ante la “avalancha socializante abrumadora” como la que padecemos aún hoy, el progreso pacífico y la libertad de las personas sucumbiría irremediablemente. Su visión era la de evitar que las “víctimas bien intencionadas” de esa avalancha se deslizasen por el lado oscuro que no conduce más que a la servidumbre, la miseria y el colapso necesario de la civilización. Por eso una universidad y no un periódico o un canal de televisión.
El tiempo, que es juez inapelable, ha terminado dándole la razón y, sobre todo, premiando un tesón a prueba de huracanes. Hoy la Francisco Marroquín es un modelo en el que se miran otras muchas universidades de los dos hemisferios. Cuenta con diez facultades: Arquitectura, Ciencias Económicas, Ciencias Sociales, Derecho, Educación, Estudios Políticos, Medicina, Nutrición, Odontología y Psicología, a las que hay que sumarle una prestigiosa Escuela de Negocios, un Seminario de Filosofía y una Escuela de Verano dirigida a estudiantes de habla inglesa. Pero lo que la hace única no son los estudios que se imparten, sino el modo en que se esto se hace y la asignaturas transversales que todas las carreras incorporan.
En la Marroquín todos los alumnos, sin importar la carrera que hayan cursado, se llevan un buen bagaje de buenas ideas. Aprenden, por ejemplo, por qué hay sociedades que prosperan y otras se empobrecen moral y económicamente. A esta formación extraordinaria la denominan “pensum” y consiste en varios cursos en los que se estudia Economía, Filosofía e Historia… todo con mayúsculas, naturalmente. De este modo, cuando un alumno se licencia y abandona la facultad, dispone de un abanico de conocimientos muy amplio que no se limita a la materia propia de su carrera y que le ayuda, además de a desenvolverse en su profesión, a entender el mundo que le rodea.
Uno de los principios rectores de la Marroquín es que allí no se enseña, allí se aprende. El aprendizaje es un proceso de descubrimiento individual y voluntario, en definitiva, es imposible enseñar a la fuerza. Eso ha de interiorizarlo el alumno y actuar en consecuencia si es que quiere seguir aprendiendo. La enseñanza tradicional abunda en exactamente lo contrario. El profesor dicta y los alumnos escuchan… o no, lo que deviene fácilmente en adoctrinamiento, y éste en prejuicios, los mismos que abarrotan las cabezas de los jóvenes egresados de las universidades de todo el mundo. Y cuando decimos prejuicios todos sabemos bien de qué tipo de prejuicios estamos hablando.
Pero no sólo se exige al estudiante. El profesor de la Marroquín tiene que ganarse su puesto constantemente. La universidad no contrata indefinidamente a los docentes, a los directores de departamento se les exige cuadrar el presupuesto y todo el que llega al claustro lo hace por méritos contrastados en sus respectivos campos, no por enchufes, cabildeos u oposiciones. No existe nada parecido al profesor-funcionario que lastima a las universidades estatales malbaratando sus objetivos fundacionales. Los profesores tienen, asimismo, que atenerse al espíritu y la metodología de la universidad donde imparten clase. El primero se condensa en sus principios inaugurales, la segunda sigue un camino relativamente novedoso, pero que está arrojando resultados excepcionales.
En la Marroquín impera lo que denominan el “método socrático”. Las clases son una conversación entre el profesor y los alumnos. Esto consigue dos efectos muy beneficiosos: por un lado incentiva el trabajo, por otro, desincentiva la vaguería. Así de simple. El estudiante tiene que llegar leído al aula, y el profesor no las tiene todas consigo porque el alumno no vegeta adocenado y en silencio al fondo del aula, sino que dispone de voz. Se genera de este modo un círculo virtuoso cuyo único fin es el aprendizaje. Como con casi todo en esta sorprendente universidad, detrás de este método hay un hombre, su actual rector, Giancarlo Ibárgüen Segovia, que hace ya casi diez años decidió que había que progresar regresando “a la forma milenaria de educarse”, que no es otra que el diálogo socrático. La innovación de Ibárgüen, digno heredero de Ayau, es recuperar una “tecnología” de interacción humana de hace dos mil quinientos años, que sigue funcionando a las mil maravillas.
El diálogo socrático hunde sus raíces en la Grecia antigua, el nombre de la universidad en la América colonial y los principios que la rigen en la mejor tradición liberal europea. Un cóctel semejante no podía dar más que buenos resultados. La Marroquín es una universidad privada sí, que es lo que debe de ser cualquier institución que aspire a la independencia política y a la excelencia académica. Estudiar allí no es barato, pero cualquiera con talento y dispuesto a esforzarse puede hacerlo. La universidad, es decir, los estudiantes que sí pueden pagar, corren con los gastos del que no dispone de medios económicos gracias a un ambicioso programa de becas. Es, en suma, una verdadera universidad pública, que no estatal, en la que los ricos pagan la enseñanza a los pobres, y no como sucede en Europa, donde los pobres pagan, vía impuestos, la universidad a los hijos de la clase media. Justicia genuina que nos llega de Guatemala, de nuestra Guatemala, quien lo iba a decir.