¿Se imaginan ustedes que mañana España entrara en guerra con Francia? Sí, es difícil plantearse la cuestión, pero piensen por un momento que los galos nos invaden y, como represalia, deciden llevarse al 5 o al 10% de nuestros jóvenes más preparados y encerrarlos en una fortaleza, en una isla, durante 5 años. Su régimen penitenciario sería el siguiente: estarían encerrados en sus celdas durante 10 ó 12 horas al día (más las 8 que dedicarían a dormir y las 2 en las que estarían en la cantina de la prisión apenas tendrían 2-3 de tiempo libre); y este horario se repetiría todos los días de la semana, excepto el domingo, en el que les permitirían salir a dar un paseo por los alrededores.
Bien, dejen de imaginárselo. Probablemente no habrá una guerra con Francia en los próximos años. Y para lo demás, no hace falta demasiada fantasía. Porque el resto del relato está bastante cerca de la realidad diaria de decenas de miles de veinteañeros españoles. No es culpa de un malvado general sediento de venganza. Es la Administración española la que ha decidido condenar así a aquellos que tienen el atrevimiento de querer trabajar para el sector público, especialmente si quieren entrar en los niveles más elevados… y lo llama oposición.
Desde un punto de vista económico, el análisis de este sistema de selección no tiene ningún sentido. Tenemos a un grupo de jóvenes de entre 22 y 25 años con vocación de servicio público y con un grado de madurez, inusual para su edad, que les permite plantearse su futuro laboral a medio plazo. La mayoría están bien formados y están dispuestos a ciertos sacrificios mientras sus amigos comienzan a ganar sus primeros sueldos.
La sociedad española, egoístamente, debería estar deseosa de exprimirles, de sacarles el jugo en sus cinco-seis primeros años de vida activa y aprovechar sus energías. Cuanto antes se pongan manos a la obra, mejor. Tenemos un problema de productividad, que es aún más acuciante en el sector público. Nadie mejor que un tipo con 25 años responsable y con muchas ganas para elevarla un poquito. ¿Pero qué hacemos? Encerrarles cinco años en una habitación. Y ni siquiera podemos apelar a la Convención de Ginebra.
¿Premio al esfuerzo?
Paradójicamente, éste es un tema del que casi no se habla en el discurso público. Ni siquiera entre los afectados. Los opositores parecen resignados a su suerte. Este columnista no recuerda encuestas sobre la cuestión, pero tiene la sensación de que, si le preguntasen, la mayoría de la población española estaría de acuerdo con el actual formato. Sus defensores hablan de premiar a los mejores, objetividad en la selección, incentivar el trabajo duro o formar bien a los futuros cuadros de la administración. Es sorprendente que tantos errores estén tan extendidos.
Por eso, nada apunta a que esta cuestión esté en la agenda del Gobierno. Hay en marcha una anunciadísima Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas (CORA) pero no parece que vaya a llegar a las pruebas de acceso del funcionariado. Ni siquiera en la abundante literatura regeneracionista que ha surgido en España con la crisis ocupa este tema un lugar destacado. Hay excepciones, como los interesantes artículos que Jesús Fernández Villaverde y Pablo Ibáñez Colomo publicaron hace un par de años en Nada es gratis, pero casi nadie parece preocupado en exceso. Es un derroche de recursos evidente, pero ocupa muchas menos páginas en los medios que las estaciones del AVE vacías o los chiringuitos autonómicos. Al fin y al cabo, no es ladrillo, sólo capital humano.
El primer equívoco está en equiparar la exigencia del proceso selectivo a su dureza o su duración. El segundo reside en pensar que el estudio de la oposición debe servir para preparar al candidato para el puesto que tiene que ocupar. Ninguno de estos dos presupuestos tiene por qué ser cierto.
Las mejores instituciones académicas del mundo seleccionan a sus candidatos por sus aptitudes, con pruebas tremendamente exigentes, que sólo una exigua minoría logra aprobar. Fernández Villaverde e Ibáñez Colomo proponen "test estandarizados que miden la capacidad de razonamiento verbal y numérico" y para los que una preparación de tres semanas es más que suficiente. Es una opción muy buena, más aún si se complementa con pruebas en las que los aspirantes tengan que enfrentarse a situaciones similares a las que se encontrarán en su puesto de trabajo.
En realidad, en el diseño de las pruebas hay muchas alternativas, pero el objetivo debe ser reclutar a los mejores, no sólo a los que dispongan de la paciencia o la capacidad económica para aguantar cinco años y pagarse una academia.
Luego, una vez se haya filtrado a los candidatos, será el momento de prepararles con algún curso similar a un máster, en el que habría que mantener un elevado nivel de exigencia. En la actualidad, ya se hace y para numerosos puestos de la administración hay que realizar un curso post-oposición. Nada impide que se siga haciendo. Además, estos estudios pueden servir para fijar los destinos y premiar a aquellos que más se esfuercen.
Pero para llegar hasta ahí no hace falta un artificial filtro que mantenga a miles de jóvenes inactivos durante un lustro. Por no hablar de que aquellos que no pasen la prueba no perderán el tiempo en una labor que luego nadie les reconocerá (un tema que nunca se toca es qué pasa con los opositores fracasados).
También cabría preguntarse si son la memoria y la paciencia las cualidades principales que deben valorarse para los trabajadores públicos de primer nivel. Para ser un buen juez, un inspector de Hacienda o un abogado del Estado no hay por qué saberse de pé a pa cientos de temas que en muchos casos nunca tendrá que aplicar. Y eso por no recordar algo tan evidente como que las leyes no son inmutables. De qué sirve que un candidato cante de forma perfecta las claves de una norma que puede cambiar en cualquier momento. De hecho, no hay más que escuchar las lógicas quejas de los opositores cuando a mitad del proceso les cambian la legislación. Buena parte del trabajo hecho, tirado a la papelera.
Como apuntan Fernández Villaverde e Ibáñez Colomo: "La preparación de oposiciones en España tiene poco que ver con la realidad del trabajo de un funcionario en la medida en la que evalúa otras destrezas. (…) El mejor proceso de selección es el que es capaz de identificar a los candidatos que mejor vayan a desempeñar su trabajo. Que un proceso de selección proporcione más o menos conocimientos es del todo irrelevante".
Al final, las oposiciones para los altos niveles administrativos son procesos muy largos y con una tasa de éxito relativamente pequeña. Hace un par de años, Libre Mercado publicaba un artículo sobre la situación de los funcionarios y la lógica que hay detrás de su proceso de selección. En lo que respecta a los exámenes de acceso, las cifras eran desalentadoras: "Por ejemplo, una persona que comience abogado del Estado, a los cinco años sólo tiene un 20% de posibilidades de haber aprobado; por el contrario, un 16% aún sigue presentándose y un 64% ha abandonado. Los que aprueban no son sólo los más preparados, sino también los más constantes". Cuántos talentos con vocación habrán desistido (o ni siquiera habrán comenzado el proceso) ante esta perspectiva. O, por decirlo de otra manera, ¿es ésta la mejor manera de atraer a los jóvenes más ambiciosos o inquietos?
Ni siquiera existe la excusa de la igualación con los países de nuestro entorno. El método español es la excepción, no la norma, como puede verse en el documento realizado por el Gobierno español durante nuestro último semestre de Presidencia de la UE en 2010. En este informe, se describe el estatus y el proceso de selección del funcionariado en los 27.
Sí, la contratación del sector público debe ir ligada a controles y debe impulsar la meritocracia. Son los mejores los que deben acceder a los puestos en disputa, no los que tengan menos conexiones. En este sentido, es evidente que el modelo español limita el favoritismo. Lo que no está nada claro es que para conseguir este resultado haya que imponer a nuestros mejores jóvenes una condena tan injusta como absurda.
** Para la realización de esta columna, pedimos ayuda a algunos españoles que han opositado en los últimos años a puestos de la Comisión Europea. Estas pruebas son extraordinariamente exigentes y muy disputadas. Miles de candidatos de los Veintisiete se presentan cada año y el número de plazas en juego es bastante reducido. Por su interés, reproducimos a continuación la experiencia de una de estas opositoras (que aprobó las pruebas con una de las mejores notas de su promoción):
"En la Comisión reformaron el sistema de oposiciones en 2010. Antes evaluaban mayoritariamente conocimientos teóricos, al estilo español. Consistía en el aprendizaje de un temario que ni siquiera estaba específicamente definido (como al menos suele ser en España). Con el nuevo sistema introducido, la evaluación se centra en diferentes competencias. En mi caso la oposición se desarrolló en dos etapas:
1. Test de razonamiento verbal, numérico y abstracto (generalmente se realiza en la lengua materna del candidato): es un test informatizado, en el que en cada pregunta te dan 4 opciones a elegir una. Es tipo psicotécnico. Miden agilidad en lógica verbal, lógica, cálculo matemático y razonamiento abstracto. En esta etapa aprovechan para hacer la mayor criba, ya que se presentan miles de candidatos y sólo pre-seleccionan, como máximo, a un número tres veces mayor que el de plazas disponibles.
2. Lo que llaman el Assessment Center. Es en la segunda lengua elegida por el candidato (en mi caso fue el inglés). Fueron varios ejercicios que se realizaron en dos fechas diferentes y en los que se evalúan específicamente las competencias definidas como relevantes para las plazas:
- Ejercicio escrito (en mi caso en ordenador): te presentan un caso similar a uno real. Te dan un dossier con documentos con una situación de trabajo similar a la que podrías encontrar en el puesto al que aspiras. Te piden que hagas un análisis de la situación y propongas propuestas concretas como ya si estuvieras representando a la Comisión. Todo en un plazo de tiempo bastante corto (entre hora y media y dos horas).
- Un ejercicio de grupo oral: había cuatro examinadores observando. El ejercicio incluía a siete candidatos, a los que nos presentaron un dossier en papel, con información de otra situación muy similar a una real de trabajo. A cada uno le asignan un rol de representación e información adicional diferente de la de los otros. El objetivo del ejercicio es discutir y llegar a una propuesta conjunta en representación de la Comisión.
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Dos entrevistas orales (con dos examinadores en cada una de ellas): en estos encuentros hay preguntas más particulares sobre las competencias que se evalúan, la experiencia y los conocimientos teóricos y prácticos específicos de la oposición a la que te presentas.
En mi caso, las capacidades que se evaluaban eran análisis y resolución de problemas, comunicación (oral y escrita), capacidad de obtener resultados de calidad, aprendizaje y desarrollo, priorización y organización, resistencia y recuperación, trabajo en equipo, liderazgo. Además de estas competencias generales, hay una serie de competencias específicas. Por ejemplo, para mi puesto eran conocimientos y experiencia en cooperación al desarrollo y en la política exterior común de la UE. En general, todas las oposiciones siguen la misma estructura, aunque algunos ejercicios cambian. He de reconocer que quedé positivamente sorprendida con el proceso. No fue nada fácil, aunque lo había preparado, pero me agradó ver que con los ejercicios se fomentaba el análisis y se replicaban situaciones de trabajo muy creíbles y reales".